Opinión

De los Pedros a las pedradas

Se consumó, una vez más, la paradoja de los Goya: esa relación entre ancilar y revoltosa que mantiene el sector con un poder que lo desprecia

Nada tenía que ver el Pedro Almodóvar de la gala de los Goya del pasado sábado al que se fue de vacío hace cuatro años. El 2016 fue oscuro y áspero en la vida del manchego: había muerto Chus Lampreave y, aunque lo aclamaban fuera de España, en su tierra lo despedazaban a él y a su recién estrenada Julieta por los Papeles de Panamá. Aquejado por la sordera y una creciente fotofobia, Almodóvar dijo sentirse utilizado por la prensa y estigmatizado por la opinión pública.

Algo parecido ocurrió con el otro Pedro, Sánchez para entendernos, que hace ocho días recorría, ¡al fin!,  la alfombra roja de los Goya disfrazado, ¡perdón!, vestido de presidente de Gobierno. El socialista había acudido en calidad de aspirante, primero en 2015 y luego en 2016, un año tampoco demasiado generoso con el político, que fracasó dos veces en el intento de investidura, convirtiéndose así en el primer candidato incapaz de reunir los apoyos para llegar a La Moncloa. Sánchez renunció entonces a su escaño y se marchó a recorrer España al volante de un Peugeot.

Casi un lustro después, al Palacio de Deportes José María Martín Carpena llegaron los Pedros. Sus méritos eran desiguales, pero sus pulsiones parecidas. El político y el cineasta se mostraron henchidos, esponjados como pavorreales. Dos piedras adecentadas con el brillo  que confiere el trapo de la revancha y dispuestos a reventarle los cristales a más de uno.

Pedro Almodóvar subió al escenario en tres ocasiones para recoger el Goya al Mejor guion original, Mejor Película y Mejor Dirección por Dolor y Gloria, un largometraje en el que recupera su pulso más profundo y personal, una película atravesada por la belleza y el padecimiento. Un filme aplaudido en Cannes, elegido por la revista Time como el mejor de 2019 y que promete estatuilla en los próximos premios Óscar.

Un guiño del presidente

Dolor y gloria muestra una de las mejores versiones de Almodóvar desde Todo sobre mi madre o Volver. Quien no se haya emocionado con esa Penélope Cruz  del último fotograma es porque los prejuicios le doblegan el gusto. Y es por ese motivo, porque Almodóvar rompe siempre como la vocal en el abecedario, que resultó innecesario su guiño palaciego al presidente de Gobierno: “Espero que en los próximos cuatro años le vaya muy bien porque nos irá bien a todos”.

La gala comenzó entre Pedros —"Aquí el presidente es Barroso, Pedro es Almodóvar y el guapo es Banderas”, dijo Buenafuente—, pero acabó a pedradas.  Se consumó, una vez más, la paradoja de los Goya: esa relación entre ancilar y revoltosa que mantiene el sector con un poder que lo desprecia cuando lo usa como escaparate cuando le conviene y lo castiga cuando se le resiste. El palo y la zanahoria en unos presupuestos sin aprobar. Tanto cabezón para bajar la cerviz ante la guillotina que afilan el amor propio y la contradicción. Si Goya levantara la cabeza —libre de toda sospecha— lanzaría la primera piedra.

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