Hace un mes, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) dio la razón a dos jóvenes catalanes a quienes, en 2008, la Audiencia Nacional condenó a quince meses de cárcel por delitos de injurias a la Corona derivados de la quema de fotos de los Reyes que llevaron a cabo al finalizar una manifestación. Cuando la Corte de Estrasburgo emitió su sentencia rectificando a la Justicia española, destacados dirigentes de partidos independentistas y también de las infinitas marcas de Podemos salieron en tromba a celebrar el sentido de la resolución e hicieron lo propio algunos manifestantes, que en localidades de toda Cataluña iniciaron una nueva quema de imágenes.
Menos de una semana después, un juez español se acogió a la sentencia del TEDH para absolver al semanario satírico El Jueves de injurias a la Guardia Civil. Ninguno de los que habían criticado duramente la calidad democrática de España celebró, apenas seis días después, que nuestro sistema judicial tomara buena nota de las enmiendas -muy pocas al año- que nos plantea el tribunal internacional. Evidentemente, los discursos políticos enardecidos no celebraban el funcionamiento del Estado de Derecho, sino justo lo contrario: el derecho a ovacionar o a reprobar -en el mejor de los casos- a los jueces en función de si se está conforme con sus decisiones. O lo que es peor: en función de si sus eventuales decisiones pueden favorecer proyectos políticos o poner en peligro consensos sociales construidos con los que está uno a gusto. Esta debe ser la famosa judicialización de la política que critican los mismos que desearían un Código Penal a la carta, abriendo la puerta a la más absoluta de las arbitrariedades.
Los acontecimientos de este fin de semana evidencian que vivimos tiempos de auge para la protesta por la actuación de la Justicia. En Cataluña, acompañados por los sindicatos, Podemos y los nacionalistas se han manifestado contra el juez Llarena, trasladando a la calle su deriva más antidemocrática ya practicada en las instituciones, cuyo máximo exponente constituye la surrealista querella contra el juez en nombre del Parlamento, el enésimo intento de coacción a la Justicia. Pretender la impunidad de los dirigentes separatistas que se han situado por encima de las leyes es insostenible para cualquier demócrata, y del todo incomprensible si se hace por parte de quienes, como los sindicatos, han hecho de la defensa de la igualdad su insignia. Pero lo sucedido en las calles de Pamplona este fin de semana, persiguiendo el mismo rechazo al trabajo de los jueces, es todavía más revelador acerca de lo poco preocupados que están en realidad algunos de los indignados con la ‘judicialización’ y la involución democrática.
Nadie que crea en la función última de la democracia y del imperio de la ley puede oponerse a que se aclare si se agredió a dos miembros de la Guardia Civil por el mero hecho de serlo"
La manifestación fue convocada en la víspera de que diera comienzo el juicio a los ocho presuntos agresores a dos miembros de la Guardia Civil y a sus respectivas parejas, y tenía como reclamo exigir que fuera retirada la acusación de terrorismo que pesa sobre ellos. Pero cualquiera sabe que la protesta, sin dejar de ser una más de las acciones orquestadas por varias fuerzas políticas que persiguen el desprestigio de la Justicia española, va mucho más allá de la ya inaceptable voluntad de presión a los jueces en el ejercicio de sus funciones. La convocatoria se volvió una muestra de apoyo a los presuntos agresores de lo que el fiscal describe como una paliza de una veintena de personas contra dos guardias civiles que fueron reconocidos como tales, lo que, según el escrito del Ministerio Público, propició que se produjeran los ataques. Nadie que crea en la función última de la democracia y del imperio de la ley puede oponerse a que se aclare si se agredió a dos miembros de la Guardia Civil por el mero hecho de serlo o por lo que ese cuerpo representa.
Eso es lo que declaró, ayer martes, sentir una de las víctimas. Y cabe responder esa pregunta en cualquier circunstancia, pero sobre todo cuando desde las instituciones, pasando por representantes políticos y parte de la opinión pública, tratan de relatar lo sucedido como “una pelea de bar”. Ese ha sido, además, sólo uno de tantos atenuantes que han surgido al calor de la agresión. Los hay para todos los gustos: “eran las cinco de mañana”, “había alcohol de por medio”. No descarto que mi imaginación sea muy precaria, pero me cuesta imaginar una sola situación de paliza similar que se haga más aceptable por haberse producido con nocturnidad o con alguna copa de más. Es de una indignidad absoluta buscar ese tipo de justificaciones, que vienen a sugerir que la presencia de aquellas personas, en aquel lugar a aquellas horas de la noche no podía acabar bien.
Leí con pesar al alcalde de Alsasua, miembro del partido nacionalista Geroa Bai, asegurar que “si se les condena [a los agresores] por terrorismo, habrá más rechazo y odio hacia la Guardia Civil”. Él mismo reconoce que existe rechazo en el municipio al cuerpo de seguridad, lo cual no ha sido óbice para que el gobierno de Navarra, en el que está integrada la formación Podemos, haya participado en actos que resultan ofensivos para las víctimas y para sus familias, resignadas a aceptar que no es contra la violencia que han padecido la razón de las manifestaciones, sino a favor de reinterpretarla. La aplicación de la ley por parte de la Justicia es probablemente cuanto tengan estas personas ahora mismo. El juez decidirá lo que considere y habrá que respetarlo. Lo que no es respetable es condicionar esa decisión de la manera que lo hace el alcalde de Alsasua. ¿A costa de cuántas tragedias más vale la pena seguir tergiversando los hechos con el único objetivo de restar crédito a nuestra democracia?
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