La escena encogía el alma. En la tribuna del Congreso, Pablo Casado, muy puesto en su papel de responsable líder de la oposición, manifestaba su apoyo a la declaración de Alarma Nacional decretada por el Gobierno, ofrecía su sincera colaboración, ponía sordina a la crítica a los flagrantes errores del Ejecutivo en los días iniciales de la crisis y se mostraba, tanto en su actitud como en sus palabras, como un político sensato, constructivo y leal, que sabía poner el interés superior de los españoles por encima de cualquier tentación partidista o electoral. Pedro Sánchez, por su parte, ni le miraba ni le ofrecía gesto alguno que se pudiera considerar conciliador o agradecido por lo que estaba oyendo porque escuchar, lo que se dice escuchar, era imposible deducir que lo estuviera haciendo. Impasible, hierático, absorto en sus notas o en su móvil, su lenguaje corporal contrastaba con la deferente disposición del orador y demostraba con su gélida indiferencia rayana en el desdén que las cálidas expresiones de su oponente no le hacían mella alguna ni perforaban su armadura de aislamiento sectario.
Desgarro interno
Esta imagen descorazonadora refleja a la perfección un proceso plagado de amenazas existenciales que se desarrolla en España desde 2004 y que ha alcanzado a partir de 2015 una fase aguda que prefigura el peor resultado. Por desgracia, no es la primera vez en nuestra historia que el espectro del desgarro interno sobrevuela nuestra venerable y gran Nación dividiéndola dolorosamente en las célebres dos Españas, aparentemente condenadas a destrozarse mutuamente, cada una clavada en el barro blandiendo la quijada de Caín como en la tremenda pintura goyesca.
El infausto reinado de Fernando VII, las crueles guerras carlistas, la caótica I República, la turbulenta II República, la sangrienta contienda civil, ocasiones todas en las que una parte de nuestra sociedad se enfrentó irreconciliable con otra hasta que, ahítas de destrucción y exhaustas del combate, volvían a una tensa coexistencia hasta el próximo estallido fratricida del afán autodestructivo. Durante unos años esperanzados, pareció que la Transición quebraba esta oscura trayectoria para abrir un tiempo distinto impregnado de paz, reconciliación, orden civil, prosperidad y sustitución de la violencia irracional por el debate plural y civilizado. Acontecimientos posteriores han demostrado que se trataba para nuestro infortunio de un espejismo vano y que las subterráneas corrientes corrosivas del odio y la intransigencia estaban prestar a emerger de nuevo.
Traicionó el espíritu del gran pacto de 1978 y abrió de nuevo una sima entre dos bandos que habían quedado muy difuminados y que él se empeñó malvada y estúpidamente en volver a enconar
Esta resurrección de nuestros peores demonios se hizo patente durante las dos legislaturas en las que ocupó La Moncloa Rodríguez Zapatero. Su reapertura de las heridas causadas por el nefasto período 1931-1939 y las cuatro décadas de régimen totalitario posterior, así como su revanchista porfía por encerrar a la oposición liberal-conservadora dentro de un cerco sanitario identificándola absurdamente con el franquismo, traicionó el espíritu del gran pacto de 1978 y abrió de nuevo una sima entre dos bandos que habían quedado muy difuminados y que él se empeñó malvada y estúpidamente en volver a enconar. Su notorio fracaso de gestión, lógico teniendo en cuenta su falta de preparación, su superficialidad y su ignorancia, dio al PP la oportunidad de oro de rectificar este rumbo de colisión al poner las urnas en sus manos el inmenso poder representado por las dos Cámaras, trece Comunidades Autónomas y cuarenta capitales de provincia. Semejante capital político que, en manos de un estadista inteligente y patriota, hubiera sido aprovechado para enderezar el país, fue imperdonablemente desperdiciado por la indolencia, la pusilanimidad y la pasividad de Rajoy y su estérilmente laboriosa oficial mayor, que contemplaron impertérritos como la semilla venenosa plantada por Zapatero germinaba y daba sus tóxicos frutos. Pedro Sánchez es un producto de aquella siembra siniestra.
Como era de esperar, los españoles se escindieron en banderías irreconciliables y surgieron nuevos partidos escorados hacia los extremos. Ahora bien, hay un factor constante que esta vuelta a la fragmentación rencorosa ha reiterado: siempre son la izquierda y el separatismo los que rechazan las ofertas de convivencia armoniosa y, lejos de sumarse a las posibilidades de sentar bases de encuentro cuando se presentan, no cejan en su empeño de liquidar al adversario para imponer su hegemonía liberticida y excluyente. La constatación de que ni siquiera en las trágicas circunstancias que nos afligen, con una pandemia galopante que exige la máxima unidad de todos, es capaz el actual jefe de filas socialista de soltar el lastre del comunismo bolivariano y del secesionismo golpista para formar, como haría un hombre de Estado, un Gobierno de concentración nacional con las fuerzas constitucionalistas, nos empuja a la conclusión de que nada se puede esperar de los que se niegan sistemáticamente a aceptar la mano del adversario, incluso cuando nos jugamos la vida y el bienestar de nuestros conciudadanos. Sólo queda, pues, aprestarse a la batalla democrática de fondo con la conciencia tranquila del que no la ha provocado y ha hecho lo posible por evitarla.
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