Se está produciendo una especie de “tormenta perfecta” al estilo de las que salen en las pelis de Roland Emmerich o Wolfgang Petersen. No quiero ni pensar lo que sucedería si aquí ocurriese lo que ha pasado en EE UU: allí los jueces del Tribunal Supremo, que tienen mandato de por vida y que ahora mismo disponen de mayoría conservadora gracias a que Donald Trump nombró a dedo a varios de ellos cuando era presidente, han pagado su deuda con ese delincuente y, en la práctica, le han blindado contra todos los juicios que tiene pendientes, que son muchos. En vez de acabar en la cárcel, como siempre pensamos que pasaría, este sujeto se presentará sin problemas a un segundo mandato en noviembre. Eso por un lado.
Pero el otro lado es aún peor. Su contrincante en la elección, el actual presidente Joe Biden, demostró hace días en televisión lo que es: un anciano que balbucea, que pierde el hilo de lo que está diciendo, que apenas sabe dónde está y que casi se queda dormido en el debate; menos mal que estaba de pie. No se veía semejante desastre en un debate electoral en EE UU desde el legendario de Kennedy-Nixon en septiembre de 1960.
Enfermedades que influyeron en el siglo XX
La conclusión que millones de personas sacamos de aquel triste espectáculo (un tipo mintiendo como un salvaje frente a otro que apenas se tenía en pie) fue la misma: este hombre, Biden, no está bien. Está enfermo. Lo que pasa es que no lo sabe. O no le da la importancia que tiene.
Es muy peligroso estar enfermo si manejas el poder. Me regalaron hace poco un libro extraordinario, En el poder y en la enfermedad, escrito por David Owen y publicado en España por Siruela. Probablemente ustedes recordarán a lord Owen: fue ministro de Sanidad y luego de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, en los gobiernos laboristas de James Callaghan, entre 1974 y 1979.
Pero es que, además de político ya jubilado, es un eminente neurocirujano. En este maravilloso ensayo analiza cómo diversas enfermedades, algunas muy graves, influyeron decisivamente en la acción política de diversos líderes del siglo XX; la conclusión de lord Owen es que todos ellos habrían actuado de manera muy distinta si hubiesen estado sanos. El libro es muy sabroso porque Owen, gracias a su actividad política, tiene información valiosísima de la que casi nadie más dispone. Y sabe muy bien lo que dice.
Anthony Eden fue el sucesor de Winston Churchill como primer ministro británico. Había sido prácticamente criado por su predecesor, tenía gran experiencia en relaciones internacionales y era un hombre brillante. Pero las secuelas de una desgraciada operación (en principio sencilla) de los conductos biliares le amargaron la vida. Eden, para soportar el dolor, tomaba fuertes analgésicos que le dormían, y para permanecer lúcido tomaba algo parecido a las anfetaminas; se convirtió en un drogodependiente imprevisible, y eso explica –asegura Owen– la desdichada serie de locuras que cometió durante la crisis del canal de Suez, en 1956, cuando armó una trampa espantosa con los franceses y los israelíes para derrocar al caudillo egipcio, Nasser. Y todo a espaldas de los norteamericanos, a los que mintió, como mintió a todo el mundo. Ese fue el final del Reino Unido como primera potencia mundial. Y todo por las pastillas.
El aspecto de Kennedy, joven, atlético y saludable era pura apariencia: tomaba decenas de pastillas diarias, muchas veces contraindicadas entre sí
John F. Kennedy tenía tres problemas graves. El primero era su inexperiencia, su candor, que le llevó a dejarse engañar por quienes deberían haber estado a su servicio (en primer lugar la CIA). El segundo, su adicción al sexo. Pero el tercero era la enfermedad de Addison, una raro mal del sistema inmunológico que se añadió a su hipotiroidismo y a unos terribles problemas de espalda. Su aspecto joven, atlético y saludable era pura apariencia: tomaba, como Eden, decenas de pastillas diarias, muchas veces contraindicadas entre sí. Eso explica su irritabilidad, sus decisiones contradictorias y, siempre según Owen, la altanería con que ignoró los mensajes que le llegaban: había un complot contra su vida.
Hay muchos más casos. Las páginas que Owen dedica al sha de Persia, Mohammed Reza Pahlevi, son espeluznantes. Aquel hombre inseguro, temeroso, muchas veces incapaz de tomar una decisión, increíblemente codicioso, y que al final reaccionaba ordenando la peor de las violencias contra su pueblo, vivió bastantes años carcomido por un cáncer “secreto” (ordenó que no se enterase nadie, ni su familia) que loe llevó a cometer todos los errores imaginables. Cuando fue derrocado, ese cáncer lo mató en El Cairo, en 1980, después de un dramático periplo por todo el mundo: nadie quería darle asilo, como si tuviera la peste.
Tony Blair padecía tremendos problemas cardiovasculares cuando decidió apoyar a Bush en aquella engañifa de la guerra de Irak, en 2003: muchos días los medicamentos le impedían casi salir de la cama y no se enteraba de cosas esenciales, pero eso casi nadie lo sabía. Mitterrand vivió durante años martirizado por un cáncer de próstata cuyos medicamentos lo deprimían. Nuestro Adolfo Suárez (esto no lo dice lord Owen, pero es la pura verdad) pilotó la Transición a la democracia mientras soportaba unos dolores terribles en su boca, que estaba en estado calamitoso; pero aguantó.
No sabemos lo que tiene, pero es evidente que no está en condiciones ni de pelear por la reelección ni mucho menos de mantenerse en la presidencia cuatro años más, eso en el caso (cada vez más improbable) de que venciese
¿Qué le pasa a Biden? Sus 81 años no son tantos; al menos no suficientes como para mostrar el aspecto de guiñapo desvalido que vimos todos. Se sabe que no parece el mal de Alzheimer, como le pasó a Ronald Reagan. No sabemos lo que tiene, pero es evidente que no está en condiciones ni de pelear por la reelección ni mucho menos de mantenerse en la presidencia cuatro años más, eso en el caso (cada vez más improbable) de que venciese.
Pero hay algo que sí sabemos que le ocurre: que no quiere estar enfermo, que no reconoce que lo está. Cualquier médico sabe que eso, el admitir que se tiene una enfermedad, es el primer e indispensable paso en el camino de la curación, algo particularmente necesario en las enfermedades mentales. Biden, simplemente, repite que no le sucede nada y dice que ya se le pasará. Y se niega a abandonar la carrera por la presidencia.
Un mundo distópico
La segunda elección de Trump como presidente sería una catástrofe sin precedentes desde la última guerra mundial. Este delincuente es un mentiroso patológico, un empresario vendido a la mafia y, políticamente, una creación de estrategas del neofascismo como Roger Ailes, Steve Bannon y Roy Cohn. Trump, que tiene la edad mental de un adolescente, ya demostró en su primer mandato hasta qué punto desprecia las normas más básicas del sistema democrático y hasta qué extremo desconoce la política internacional. Su reelección pondría en serio peligro la democracia en EE UU y alentaría, ¡aún más!, a la extrema derecha en todo el mundo: ese es, mucho más que los separatismos de aldea, el mayor peligro de nuestro tiempo. Ucrania sería borrada del mapa en pocos meses. La Unión Europea y la OTAN entrarían en una crisis de la que nadie sabe si lograrían sobrevivir, sobre todo si la ultraderecha logra el poder en Francia, dentro de unos días. La lucha contra el cambio climático se detendría. El abismo entre pobres y ricos se haría mucho más profundo en todas partes. El racismo se convertiría en una virtud y en causa más que probable de una nueva cadena de guerras. El mundo en que vivimos todos se volvería distópico.
Y todo por un viejito que no quiere reconocer que está enfermo y que debe dejar paso a alguien que sí esté en condiciones de derrotar a esta reencarnación de Mussolini. Es lo que le digo yo a todo el mundo desde hace tiempo: no te hagas viejo, que es una cosa muy mala. Casi nadie me hace caso.
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