Opinión

Cuando el pelo rosa se hizo cargo de las cosas

La joven guardia ‘woke’ sabe que sus acciones pueden traer recompensas sin apenas riesgo de castigo

El viernes pasado dos activistas lanzaron un bote de sopa de tomate contra Los girasoles de Van Gogh, una protesta contra la explotación de yacimientos de combustibles fósiles en el Reino Unido. Una de las implicadas llevaba el pelo teñido de rosa, detalle en principio irrelevante pero que se ha convertido en símbolo del activismo woke global, esa joven tropa de maoístas de juguete enfrentados al ascenso de la derecha populista pero no tanto al globalismo dominante (la organización Just Stop Oil, de la que lucían camisetas, está financiada por millonarios progresistas estadounidenses).

Hasta ahora se ha percibido a estas brigadas rosas como una anécdota política, pero poco a poco van tomando cuerpo de categoría. Todos tenemos ya alguno en la familia y/o en la oficina. ¿Preocuparse por esto, como se ha dicho, es atender demasiado a conflictos sociales anglosajones? En parte sí, pero su lógica va permeando en la realidad española y sus batallas nos afectan de manera creciente. Si hablan con padres de hijos adolescentes, lo más seguro es que les cuenten que muchos de nuestros institutos viven una particular guerra de tribus urbanas: chicas y gays con pelo plastidecorado y devoción por la ministra Irene Montero contra partidarios del retorno a los valores tradicionales, seguidores de figuras como Santiago Abascal (incurro en una simplificación, pero creo que sirve para entendernos).

El mayor episodio de guerrilla woke en nuestro país ha ocurrido con el boicot a diversas presentaciones del ensayo Nadie nace en cuerpo equivocado (Deusto, 2022), de José Errasti y Marino Pérez Álvarez. La policía ha llegado a negarse a proteger las charlas de los autores, dando una victoria absurda a estas escuadras de censores júnior. Lo peor es que nuestras brigadas del arcoiris admiten abiertamente no haber leído el libro que pretenden censurar, saboteando un debate público razonable sobre cuestiones trans.

Del neón rosa al pelo rosa

Ser testigo del creciente protagonismo de esta subcultura juvenil me trajo a la cabeza una vieja letra ochentera de Miguel Ríos: “Por las calles, las aceras/ Los tejados y las cuevas/ El neón de color rosa/ Se hace cargo de las cosas”, recitaba en “Nueva ola”, publicada en 1983. La canción trata, por supuesto, del poder de seducción de la Movida Madrileña, aquel tsunami cultural maquillado y ‘encocado’ que ayudó a disolver en la nada las dignas luchas del tardofranquismo. Aunque lo woke sea una exaltación del activismo político, y la Movida más bien quisiera liquidarlo, ambos comparten el adanismo juvenil, el espíritu pop y una seguridad sectaria en tener toda la razón de su parte. El esquema mental que manejan es 'jóvenes contra viejos', que hunde sus raíces en los años de la Contracultura.

El joven politólogo Alejandro Pérez Polo, colaborador de Vozpópuli, hizo la observación más aguda sobre el ataque a Los girasoles: “¿Por qué los activistas más radicales lanzan sopa de tomate contra Van Gogh? Porque en ciertas corrientes del ecologismo y del animalismo hay un odio profundo contra lo humano. Y el arte es su mayor expresión. Misantropía disfrazada, ausencia de esperanza en nuestra especie”, escribía en Twitter. La joven guardia woke, seguramente de forma inconsciente, se está convirtiendo en las tropa de asalto de las élites globalistas contra los viejos vínculos (familia, religión, patria...) de toda la vida. Los pocos que nos van quedando.

Mientras el activismo del siglo XX conllevaba riesgos personales, los militantes woke no exponen casi nada y tienen mucho que ganar

Los posmodernos de los ochenta no eran apolíticos, sino que militaban ferozmente en la frivolidad, como admitía de manera abierta Pedro Almodóvar. Los actuales woke rinden culto a la indignación puritana, aunque se envuelven en un look movidero. Su icono español es el actor Eduardo Casanova gritando en la alfombra roja de los Goya que el gobierno debe darle más dinero público para hacer películas o declarando en entrevistas que el hombre blanco cis es fuente de todos los males. También adoran a la feminista Hénar Álvarez, que pide a las mujeres que aborten para disfrutar más de su vida y confiesa que atiende mal sus obligaciones de madre para fomentar que su novio lleve el peso de la crianza (se siente muy punk, pero es una máquina de hacer campañas gratis para Hazte Oír y similares). Les sigue el pelotón de figuras como Samantha Hudson, Soy una Pringada e Isa Calderon, que en sus apariciones en Twitter, Youtube y podcasts sirven una papilla contracultural con tropezones de narcisismo ochentero. Tanto los wokes como el batallón de la movida coinciden en pensar los medios de comunicación como el campo de batalla principal (la realidad cotidiana sin cámaras presentes les parece demasiado sosa para sus performances).

La militancia política, especialmente la de izquierda, solía conllevar riesgos físicos y económicos para quien la practicase. Numerosos comunistas, anarquistas y sindicalistas del siglo XX sufrieron persecución, ostracismo y torturas (además de penas de muerte y ejecuciones extrajudiciales). Hoy la cosa ha cambiado y la actual generación de activistas ha terminado manejando concejalías, secretarías de Estado e incluso ministerios poco después de salir de la universidad (algunos, antes de obtener el título). Casi ningún protagonista surgido del 15-M sufrió consecuencias personales negativas mientras que muchos de ellos vieron catapultada su carrera profesional de manera estratosférica. Pocos días antes del ataque a Los girasoles, una cuenta de Más Madrid en la red social Instagram publicaba el póster que mostraba a un activista triunfante bajo el lema “Juventud Con Futuro”. El activismo woke gana pocas batallas políticas, pero se ha convertido en el mejor ascensor social de la izquierda. Tenemos pelo rosa para rato.

Meme realizado por @concurseitti

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