La semana pasada se jugó un partido Villarreal - Real Madrid en la liga española de fútbol. Mis preferencias futbolísticas no son ningún secreto, al punto de que ya no son preferencias futbolísticas, sino lo más parecido a una fe y una identidad que me queda a estas alturas, del partido obviamente. Y el partido empezó como suele el Madrid por esta época del año, y más tras un mundial y unas navidades, pasando los minutos con un juego perezoso y sin tensión que presagiaba otra de esas tardes. A los dos minutos del segundo tiempo, con la caraja del descanso sumada a la estacional, la mundialística y la navideña, marcó el Villarreal. En estos casos uno se queda más tranquilo, porque el Madrid ya tiene el partido donde quiere: perdiendo. Aunque quedaba demasiado tiempo, lo que permitía suponer algunos minutos más de desidia.
No obstante, en el 60, tras una jugada confusa en el área del Villarreal y un remate fallido, y en consulta con el videoarbitraje, Soto Grado señaló penalti a favor del Real Madrid. En el inicio de la jugada, Vinicius había intentado controlar un balón por alto y, en el forcejeo con el defensa del Villarreal, la pelota había caído mansa y muerta en la mano extendida de este. Un penalti absurdo, contrario a cualquier consideración cabal del juego, uno de tantos a los que nos hemos tenido que acostumbrar. Pero bueno, marcaba el Madrid, que era lo importante.
Pero, ay, apenas tres minutos después de que Benzema marcase el castigo, Alaba, en trance de caer en el área del Real Madrid, interrumpió una pelota con la mano apenas apoyada en el suelo. Esta vez no hubo ni consulta: penalti. Un penalti provocado por un brazo tendido al césped para evitar una caída de bruces. Algo que en los tiempos de la “voluntariedad” no podría de ninguna manera haberse considerado infracción. Y gol de Gerard Moreno. El resto del partido tiene menos interés a efectos de este texto: el Madrid seguía siendo inoperante y perdió. Pero, al margen de este hecho siempre funesto, el sabor de boca era el de haber presenciado un espectáculo destruido por los árbitros, el sistema de reglas y la tecnología que deberían protegerlo.
La tecnología no sólo no parece estar resolviendo situaciones que siguen en buena medida al albur de la interpretación del árbitro, sino que genera problemas nuevos
La sensación es cada vez más frecuente. Venimos de una Copa del Mundo que, entre otras controversias, nos ha dejado partidos con prolongaciones de 8 o 10 minutos, protagonismo creciente de árbitros y salas de vídeo -ahí nuestro doméstico Mateu Lahoz dejó bien alto el pabellón español- y una buena ración de manos estúpidas y otras infracciones complicadas de explicar. Desde la entrada en funcionamiento del videoarbitraje y los sucesivos cambios de reglas, criterios, instrucciones y circulares, en casi nada parece haber mejorado el fútbol ni como deporte ni como espectáculo. Al contrario, y pese a la intención declarada de las asistencias técnicas, parece haberse avanzado por la senda de la arbitrariedad, la imprevisibilidad de las decisiones y la falta de seguridad jurídica; y el fútbol se está convirtiendo en una especie de teatro del absurdo, con partidos sincopados y lances arcanos y diferidos, visibles solo a la cámara, que determinan el resultado final.
No se me oculta que buena parte de la arbitrariedad viene de la porción, en efecto, arbitraria: las ya mencionadas instrucciones, circulares, criterios de temporada, etc. Pero hay algo más. La tecnología no sólo no parece estar resolviendo situaciones que siguen en buena medida al albur de la interpretación del árbitro, sino que genera problemas nuevos al detectar otras que antes pasaban desapercibidas en desarrollo normal del juego. E interrumpe constantemente el ritmo de los partidos para generar momentos decisivos ajenos al espíritu tradicional del fútbol, donde siempre se han reconocido aspectos como la voluntariedad de las acciones y un cierto margen prudencial en las decisiones que no contraríe el sentido general del juego. Para añadir confusión y mistificación, las autoridades futbolísticas parecen empeñadas en copiar la organización de deportes de “tiempo real” como el baloncesto, y sus reglas más intervencionistas. Con resultados menos que dudosos, dado que la gracia del fútbol siempre ha sido su carácter más abierto -al fin y al cabo, un deporte de pies tiene por fuerza que ser más gozosamente impreciso que uno de manos.
Una reforma del Código Penal, una intervención en el mercado de energía o la transición ecológica, una regulación sobre bienestar animal
Una columna sobre fútbol? Puede, sí, en apariencia. Pero pensemos ahora en cuántos casos no estaremos asistiendo a élites con poca accountability que modifican a la ligera sistemas de reglas e incentivos -no entremos ahora a considerar corruptelas, que también las hay, claro, y muchas- y generan resultados subóptimos, o directamente desastrosos. Puede ser una reforma del Código Penal, una intervención en el mercado de energía o la transición ecológica, una regulación sobre bienestar animal… O quizás, como en el fútbol, un intento de sustituir sistemas prudenciales por otros en apariencia técnicos, pero que acarrean más problemas que los que resuelven. En fin, hay muchos ejemplos posibles. Con la diferencia de que, en el momento, les prestamos mucha menos atención que a un Villarreal - Real Madrid de principios de enero en Liga.