Los jubilados, un sector social nada proclive al activismo callejero y que tradicionalmente vota a opciones conservadoras, se han echado al monte en España, hartos de ver disminuir año tras año el poder adquisitivo de sus exiguas pensiones. Sus protestas han rodeado el Congreso y amenazan con extenderse a todo el país con creciente intensidad. La Seguridad Social, agobiada por el déficit de sus cuentas, ha de recurrir ya a créditos extraordinarios del Estado para satisfacer sus obligaciones porque sus ingresos regulares, procedentes de las cuotas de trabajadores y empresas, no alcanzan a cubrir su presupuesto. Se acumulan los estudios de expertos, tanto nacionales como foráneos, que declaran al actual sistema de reparto inviable, y organismos internacionales solventes anuncian su colapso antes de mediados del presente siglo. La inquietud cunde entre los segmentos de población que pasarán al retiro en las próximas dos décadas y que ven en peligro su vejez, amenazada de pobreza y privaciones. El Gobierno y las principales fuerzas parlamentarias contemplan el problema con una mezcla de impotencia y resignación, lo que agudiza la irritación de la ciudadanía, en la que cunde la sensación de que los políticos pierden el tiempo en polémicas estériles, como el destructivo proceso separatista en Cataluña, mientras los problemas realmente acuciantes se aparcan sin solución. Las recomendaciones oídas estos días de suscribir planes de pensiones privados, procedentes tanto del Presidente del Ejecutivo como de destacados dirigentes del partido en el poder, no han contribuido precisamente a tranquilizar los ánimos de los muchos millones de españoles que no sólo no pueden ahorrar, sino simplemente llegar a fin de mes.
Se acumulan los estudios de expertos que declaran al actual sistema de reparto inviable, y organismos internacionales anuncian su colapso antes de mediados del presente siglo
La literatura técnica sobre esta cuestión es abundantísima y los análisis comparativos de los distintos métodos aplicados en el mundo para hacer sostenible el sistema de pensiones no faltan, con lo que el debate no cesa y abundan las propuestas de acción al respecto, que van desde planteamientos rigurosos y razonables hasta disparates arbitristas que nos traerían la ruina. Dos son los abordajes clásicos del tema, el reparto y la capitalización, y ambos se utilizan en distintos países, además de modelos mixtos que intentan aprovechar las ventajas de cada uno de estos procedimientos a la vez que minimizar sus inconvenientes. El sistema de reparto está en peligro por el declive demográfico y se ve sacudido por las crisis económicas en las que se dispara el desempleo y los sueldos bajan. El de capitalización sufre los efectos de las convulsiones de los mercados financieros, que pueden deteriorar hasta extremos deletéreos el valor de los activos que lo sustentan. En cuanto a los planes de pensiones privados, que se utilizan para complementar los públicos, no están al alcance de las capas de menor renta, que dependen exclusivamente del Estado para disfrutar de una jubilación digna.
A la vista de este panorama, unos insisten en la necesidad de fomentar la natalidad, otros de favorecer una inmigración que aporte capital humano capaz de incrementar el número de cotizantes, proliferan también los que insisten en reformas estructurales que promuevan el crecimiento y la ocupación, y desde la izquierda no faltan las exigencias de introducir nuevos impuestos destinados a costear las necesidades del sistema público de pensiones. Sin embargo, nadie o casi nadie habla de un enfoque que, con independencia de las medidas a largo plazo que se adopten, nos proporcionaría alivio eficaz e inmediato para este mal que tanto nos desazona. Me refiero a una redistribución eficiente de los ingresos del erario, suprimiendo todo lo que en nuestras hipertróficas Administraciones sea superfluo, clientelar o despilfarrador para destinar los recursos así liberados a lo que es necesario, beneficioso y generador de valor añadido.
La solución pasa por una redistribución eficiente de los ingresos del erario público, suprimiendo todo lo que en nuestras hipertróficas administraciones sea superfluo
Desde la Transición hasta el presente, el número de empleados públicos en España se ha cuadriplicado, con la aparición de centenares de miles de puestos no funcionariales puramente “políticos” que no contribuyen para nada a un mejor servicio a los contribuyentes, sino que responden únicamente a la conveniencia de los partidos de contentar a sus clientelas de amigos, parientes y correligionarios o de halagar a sus bases electorales comprando sus votos con iniciativas supuestamente “sociales”. Es ahí, en una estructura territorial absurda, disfuncional y carísima, y en una proliferación irresponsable de organismos y entes de variada ralea que no sirven para otra cosa que para proporcionar un buen pasar a una multitud de parásitos y vividores, donde se encuentra la bolsa de la que sacar el dinero para pagar las pensiones, sin perjuicio, por supuesto, de todas las demás provisiones que se acometan en los campos de la natalidad, el crecimiento económico, la inmigración y el diseño de un sistema de sostenibilidad técnicamente conseguido. Hay que concentrar el foco de la atención ciudadana en este punto crucial para que la presión del sufrido votante oriente la actuación de los representantes elegidos en la dirección correcta y no se disperse la polémica por derroteros que oculten el verdadero origen de nuestros desequilibrios presupuestarios. La vida consiste, como es sabido, en acertar a la hora de elegir y es inaplazable que nos enfrentemos al dilema de gastar lo que producimos con nuestro trabajo, nuestro talento y nuestro esfuerzo en mantener el leviatán insaciable del Estado autonómico y partitocrático que padecemos o en asegurar nuestro futuro cuando lleguemos a la edad del retiro. Ese toro, como el del separatismo catalán, sólo se lidia cogiéndolo por los cuernos y para ello no valen los estafermos, se requieren diestros ágiles y valerosos. Habrá que buscarlos ¿o no?
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