El 10 de diciembre, o cuando sea la fecha que el Excelentísimo Señor presidente del Gobierno decida celebrar elecciones generales, terminará un ciclo y puede, solo puede, que empiece otro. Los problemas, sin embargo, seguirán siendo los mismos. Deuda elevada, alto desempleo, exceso de gasto y de gasto improductivo, administración elefantiásica y en muchos casos ineficaz... A estos deben añadirse otros de carácter más político, como las tensiones territoriales -hoy solo adormecidas-, el deterioro de la credibilidad de instituciones básicas de nuestro sistema de convivencia o la creciente impopularidad de una clase política aparentemente incapaz de reconectar con la sociedad.
Son todos ellos asuntos preocupantes cuyo pronóstico ha empeorado con el paso del tiempo como consecuencia de un mal mayor: la prominencia del interés de los partidos frente al interés general; la insensata predisposición de estos a confrontar en lugar de a pactar; la consolidación de una cultura de la colisión en detrimento del acuerdo transversal. Sin duda, uno de los mayores obstáculos que se interponen en la recuperación y el progreso del país es la manifiesta incapacidad que exhiben los responsables políticos a la hora de encontrar zonas comunes de entendimiento. Digo exhiben porque en muchas ocasiones muestran con ostentación el desacuerdo, como si se tratara de una medalla, mientras descartan por sistema cualquier hipótesis de alianza puntual con el adversario.
Esta no es una reforma de las pensiones, sino de la fiscalidad del mercado del trabajo; una reforma en la que factores clave para garantizar su viabilidad, como la pirámide de población, quedan en segundo plano
Así ha pasado con las grandes líneas de política económica, con el desempleo, con los fondos europeos, con la política internacional, con la educación… y ahora con las pensiones. El pacto alcanzado por José Luis Escrivá con Podemos y los sindicatos, y con el visto bueno de una Comisión Europea que no acaba de fiarse y ha exigido mecanismos de vigilancia extraordinarios, es fruto de una doble necesidad: cumplir con Bruselas para seguir recibiendo fondos y contar de cara a las municipales y autonómicas de mayo con una baza electoral que compense, al menos en parte, los recientes desgarros de la coalición de gobierno. Hay una evidente satisfacción en la izquierda por este acuerdo, porque, además de ser un balón de oxígeno, alimenta el discurso de la insolidaridad de las derechas política y empresarial. Pero, ¿es este el pacto sobre pensiones que se puede permitir y necesita España?
Un pacto que rechazan de plano los empresarios, no convence a los expertos y no suscribe el primer partido de la Oposición. Por mucho que los firmantes proclamen que se trata de un acuerdo histórico, y de largo recorrido, lo más probable es que la ausencia de consenso provoque su futura reforma. ¿Por qué el ministro Escrivá no ha hecho el menor esfuerzo por entenderse con el PP en tema tan crucial? ¿Cuál es la razón de peso sobre la que se sustenta la renuncia a sacar adelante un proyecto que debería -y podría- haber contado con el respaldo de más de 220 diputados en el Congreso? Sencillo: los pensionistas componen el principal depósito de votos para un partido en el poder, depósito que en vísperas electorales no conviene compartir, salvo con quien no te quede más remedio que compartirlo.
Una desviación importante de los ingresos previstos, cualquier duda que se instale en los mercados sobre la solvencia de nuestra economía, puede empujarnos al abismo
Se trata de llegar a mayo con el camino despejado, de ahí que, para evitar engorrosos retrasos y comentarios inconvenientes, ni la AIREF ni el Consejo de Estado ni el Pacto de Toledo hayan sido previamente consultados. Y es que no estamos ante una reforma de las pensiones, sino de las cotizaciones. Estamos ante una reforma de la fiscalidad del mercado del trabajo que contempla como secundarios factores que son clave para garantizar su viabilidad: pirámide de población, esperanza de vida… Estamos ante una patada a seguir que vuelve a aparcar el problema de fondo y que, de no cumplirse las previsiones de ingresos, puede poner en peligro el gasto social de varias generaciones; ante una decisión política que hace descansar la responsabilidad del éxito en la capacidad de resistencia de empresas y trabajadores.
En un contexto de volatilidad económica, en el que una semana quiebra un banco y a la siguiente estalla una guerra, de incremento considerable de los gastos financieros que genera la creciente deuda -más de 31.000 millones en 2023, una cifra superior la suma de los llamados servicios públicos básicos: Justicia, Defensa, seguridad ciudadana y política exterior-; en este inquietante escenario, el Gobierno asume un altísimo riesgo. Una desviación importante de los ingresos previstos, cualquier duda que se instale en los mercados sobre la viabilidad de nuestra economía, puede conducirnos al abismo. A que en dos o tres años, todos calvos, sea la Unión Europea la que eche el freno. A que ya el futuro no dependa de nosotros, ni de quien en ese momento esté al frente del Gobierno. Al abismo griego. Recordemos: recorte de las pensiones de hasta el 40%, subida generalizada de impuestos, adelgazamiento drástico de la Administración Pública… ¿Catastrofista? Puede, pero por si acaso recemos.
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