En ocasiones el lenguaje político encuentra expresiones que hacen fortuna e incansablemente se repiten en cualquier foro, vengan o no a cuento. La última que se ha puesto de moda es la que se lanza contra el adversario al que se acusa de “representar lo peor de la vieja política”. Con motivo de la moción de censura en Murcia, esa frase se ha repetido hasta la saciedad sin que se tengan noticias de que quienes la pronuncian sepan exactamente qué están diciendo. Se suelta eso de “lo peor de la vieja política” y nunca se aclara qué es lo peor y qué es la vieja política. Si se acota la vieja política es porque se sabe cuándo empezó y cuándo terminó. ¿A qué se refieren quienes hablan de la vieja política? ¿De qué época hablan? ¿En qué año comenzó y en qué año concluyó? ¿Creen quienes pronuncian la frase hecha, manida y estereotipada que la política, como la vida o como la historia, nace y muere y vuelve a nacer y vuelve a morir sin que existan precedentes? ¿Creen esos oradores de la nada que puede existir un presente sin que exista un pasado? ¿Y saben, acaso, que todo presente está inyectado de pasado?
Cuando dicen que alguien representa “lo peor de la vieja política” es porque otros pueden representar lo mejor de ella. Si existe lo peor es porque existe lo mejor. No se podría adjudicar a alguien el calificativo de bueno si no se supiera qué es lo malo. Nada es bello si no se sabe distinguirlo de lo feo. Entonces, ¿por qué nunca se dice que alguien representa lo mejor de la vieja política? Tal vez, esa frase solo se escucha cuando el protagonista de lo mejor ha pasado a mejor vida, porque, en España, la muerte mejora mucho al muerto. Si saben en qué consiste lo peor de la vieja política, sería muy saludable para la democracia que se indicara qué fue lo mejor de esa política.
Era yo un joven socialista que tuvo la suerte de participar en acontecimientos que solo quienes los vivimos podemos valorarlos en sus justos términos. Es comprensible que otros, por edad o por ignorancia, no sepan apreciar el sabor que aún permanece en el paladar de quienes fuimos testigos o protagonistas de tales acontecimientos. El 13 de julio de 1977, se constituyeron la Cortes Generales emanadas de las elecciones generales del 15 de junio de 1977. En el hemiciclo del Congreso de los Diputados se procedió a elegir la Mesa de Edad que, provisionalmente, se encargaría de ordenar la elección de la Mesa definitiva que dirigiría el trabajo parlamentario de la recién iniciada legislatura. Todo lo que se había conseguido en la denominada Transición política desde la muerte de Franco hasta ese memorable momento se pudo visualizar perfectamente cuando, en un profundo silencio, bajó por una de las escalerillas del hemiciclo una diputada, ya anciana, que vestida de riguroso negro, se cogía del brazo de otro diputado, también ya mayor, que peinaba una abundante y larga cabellera blanca. Se trataba de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, y del poeta gaditano Rafael Alberti. Pausadamente llegaron a la Mesa del Hemiciclo dos comunistas que acababan de llegar del exilio. Allí estaban esperando para ocupar sus asientos otros componentes de otros partidos, algunos de los cuales habían servido a Franco en tiempos de la dictadura.
No creo que nadie piense que entre la Pasionaria y Fraga Iribarne había más sintonía que entre Pablo Casado y Pedro Sánchez
Quienes habían ganado la Guerra Civil compartieron Mesa de Edad con quienes la habían perdido. Quienes fueron encarcelados por sus ideas contrarias a la dictadura compartían escaños con quienes estuvieron colaborando con esa dictadura. Quienes prohibieron la libertad se daban la mano con quienes dieron su vida por defenderla. En la, por algunos, denostada vieja política existían, a la muerte de Franco, franquistas que representaban el ala más radical de la dictadura y franquistas que apostaban por una reforma ordenada de la dictadura. En la oposición al régimen convivían los radicales rupturistas, partidarios de abrir un proceso penal y político al franquismo, y los rupturistas partidarios de la negociación con los reformistas del régimen franquista. Perdieron los extremos y ganaron los partidarios de la negociación que mediante el procedimiento del consenso consiguieron evitar que a media España le sobrara la otra mitad.
Ahora que estamos en una situación de tanta incertidumbre deberíamos fijarnos en el procedimiento que utilizó la vieja política. No creo que nadie piense que entre la Pasionaria y Fraga Iribarne había más sintonía que entre Pablo Casado y Pedro Sánchez.
Exigencia y renuncias fue el método que posibilitó el acuerdo, el consenso. Exigencias de unos de democracia, libertad, elecciones libres, ley de partidos políticos, libertad de prensa, de amnistía para los presos políticos y para los exiliados. Renuncia a enarbolar la república para aceptar una monarquía parlamentaria. Renuncia a una ruptura que significara un proceso político y penal al franquismo. Exigencias de otros de no pasar la página de la historia para atrás sino hacia delante, de aceptar una reforma para llegar a la democracia. Renuncia a la dictadura, a la represión, a la falta de libertad. En aquella tesitura, un paso más por parte de unos o un paso menos por parte de otros y, de nuevo, media España contra la otra media.
El consenso fue el método, que es lo contrario del disenso, que es la práctica habitual de la democracia. El debate, el contraste de opiniones y de pareceres y de ideas es lo habitual en un sistema democrático. Pero cuando se vive en una situación de crisis como la que estamos viviendo, el disenso habría que intentar sustituirlo por el consenso. Y el consenso consiste en hacer las cosas juntos sin que uno gane sobre el otro, que es lo que hicimos en la transición. Intentar hacer cosas juntos sin que prevalezca el interés de uno sobre el interés del otro, sin que una parte de España le pueda a la otra parte de España.
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