Dentro de la tremenda bofetada que supone el coronavirus coexiste cierta caricia. Ver la Fontana di Trevi sin nadie arrojando monedas, sin ningún turista haciéndose fotografías por pura banalidad, sin peatones husmeando a ver si perciben algún pequeñísimo atisbo de Anita Edberg bañando sus carnes de Afrodita nórdica, sin seres humanos, resumiendo, demuestra que los monumentos son fríos sin nadie que los admire. Su belleza radica en los ojos de quienes los ven. El David de Miguel Angel es hermoso porque quienes lo miramos así lo entendemos. Somos nosotros los que otorgamos esa calificación según criterios, opiniones u épocas.
La piedra no tiene moral, ni tampoco los virus. Obedecen a leyes que nos son ajenas porque no entran dentro del constructo de bien, mal, feo o bonito que hemos forjado a lo largo de siglos. Al virus ¿qué le cuentan, si no sabe quien fue Piero de la Francesca o qué significa la Capilla Sixtina? ¿Cómo se le puede hacer entender a una pandemia la gloriosa Hélade o el Renacimiento? Todo lo que somos obedece a constructos culturales y, por ende, artificiales, y eso no tiene nada que ver con las normas que presiden como emperadores absolutos la biología, el tiempo, el espacio. La humanidad es algo pequeño, insignificante, capaz de sucumbir ante un pequeño organismo microscópico al igual que los marcianos de H.G. Wells.
Viendo la terrible soledad de los monumentos italianos se percibe la tremenda exageración que hacemos a diario acerca de nuestra propia importancia. El hombre no es un lobo para el hombre, es algo más terrible y frío: somos meras estadísticas y nuestra tremenda pequeñez nos obliga demasiadas veces a incurrir en el pecado de reclamarnos enormes, gigantescos. En el fondo, se trata del pánico a morir, a desaparecer, a que nadie pueda ver con nuestros ojos las cosas que tanto hemos querido. Por eso construimos estaturas, pintamos cuadros o, ¡ay!, escribimos novelas. Es la puerilidad del educando que escribe con mano torpe en las paredes del retrete tonto el que lo lea. Y así desde el arte rupestre. Es la voluntad de perdurar a despecho de nuestra propia mortalidad.
Me asalta una duda. ¿Pensará en su propia mortalidad el banquero como lo hace el trabajador del campo? Claro que sí. Lo que nos iguala es el miedo
Esa insignificancia nos afecta a todos por igual, también al poderoso que se cree más que el resto de sus congéneres por ostentar este o aquel cargo o por tener más ceros en la cuenta corriente. Pero el coronavirus es radical y terriblemente igualitario, y puede alojarse en el cuerpo de quien le parezca, sin distingos de clase, sexo, ideología o credo. Una edición en formato de bolsillo de la muerte, vamos, que nos espera pacientemente a todos y de la que pocos quieren oír hablar. Nos pasamos la vida rehuyéndola e imaginando mil y una triquiñuelas para ocupar el corto espacio de tiempo que pasaremos en este mundo sin acordarnos de que, por estar vivos, llegará el día en que estemos muertos. La cultura, en el fondo, no es más que eso, una manera intelectual de anestesiar nuestro instinto animal, nuestro miedo.
Me asalta una duda. ¿Pensará en su propia mortalidad el banquero como lo hace el trabajador del campo? ¿Se siente tan indefenso ante la enfermedad alguien de derechas como uno de izquierdas? Claro que sí. Lo que nos iguala es el miedo, ese viejo y atávico espectro que nos advierte constantemente a la que levantamos la guardia acerca de que todos tenemos fecha de caducidad. Quisiera creer que los dirigentes mundiales, también los nuestros, van a extraer alguna conclusión positiva respecto a la pandemia que vivimos, más allá de la cotidiana y gris vulgaridad de su agenda.
Deberían ser más empáticos, más humanos, más sensibles, reírse más, escuchar más, bailar, beber, comer, hacer el amor, sentarse en las escaleras de una plaza a tocar la guitarra, nadar desnudos a la luz de la luna y amar, amar desaforadamente, con toda la pasión que Eros posee y que tanto irrita a Tanathos. Qué hermoso sería si de esta terrible prueba a la que se ve sometido el mundo extrajésemos una conclusión: somos pequeñitos ante la naturaleza y por eso debemos actuar en consonancia con la frase más revolucionaria dicha jamás por nadie, frase que acabó por costarle la vida a quién la pronunció: amaros los unos a los otros.
Porque la vida es tan corta. Y tan dulce…
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