Incluso antes del coronavirus, se fueron al traste mis deseos en este asunto. Como si de una obra de Arthur Miller se tratara, Plácido Domingo se retiró un día antes del estreno de Macbeth en el Met, la ópera con la que el cantante regresaría a un escenario estadounidense tras las denuncias de acoso sexual vertidas por una veintena de mujeres.
Hubo zozobra en aquellos días sobre si la casa de ópera lo apearía o no del reparto. Hasta el último minuto nadie había dicho nada, pero Domingo dio el Do de pecho justo la víspera. Lo recuerdo porque me quedé a las puertas del Met, maldiciendo mi mala suerte. Me resigné a no verlo junto a la Netbrenko y acabé emborrachándome en una brasería de Tribeca con un buen amigo mexicano.
A partir de ahí alimenté la esperanza de escuchar a Plácido Domingo interpretar a Giorgio Germont en la Traviata que el Teatro Real anunció para mayo de este año y cuya última función habría sido un día como hoy. Cuando corre el día numero 71 del estado de alarma, ya he perdido cualquier esperanza de verlo junto a Lisette Oropesa. Domingo canceló, otra vez.
Si no hay Plácido, por lo menos que haya Traviata, pensé. Entonces apareció el Coronavirus, como un sol verde y pegajoso, y se aplazó todo. No alcanza el tiempo para reprogramarla, entre otras cosas, porque Madrid sigue en la Fase 1. ¿Cómo podría volar el reparto para ensayar? Y de ser así, estarían confinados 15 días. De Salzburgo mejor no hablemos y a este paso, hasta pongo en duda el concierto de año nuevo.
Quizá habría que rebautizar el 2020 como el año que no fue. En el calendario es un año tachado, como aquel libro de Patricio Pron
Descartando ya el hecho de que hoy estaríamos en el ecuador de San Isidro, me temo que habrá poco que escuchar juntos de aquí a unos meses, al menos en Madrid. No es posible atormentar ya más al buen Carlos Noguerol. Al director de Comunicación del Teatro Real le escribo un día sí y otro también, preguntando algo para lo que no hay respuesta posible, al menos no ahora: ¿Cuándo?
Se fueron al traste las ferias de Londres y Turín, el festival de Marsella y quién sabe si hasta la residencia de dos meses en Cognac. Quizá habría que rebautizar el 2020 como el año que no fue. En el calendario es un año tachado, como aquel libro de Patricio Pron. Intento tomármelo con resiliencia pero hoy, justo hoy, no me da la gana. Me gustaría ser razonable o, peor aún, una fanática que se abraza al dogma del optimismo.
En unas horas volveré a la redacción, después de dos meses. Tengo sensaciones encontradas. Preferiría no hacerlo, otra vez a lo personaje de Melville, y al mismo tiempo deseo ver a mis compañeros y enfadarme con el paisaje de Las Tablas, que aún detesto, pero que comencé a querer por costumbre.
Me replanteo muchas cosas en estos días, pero luego pienso en quienes ya ni replantearle cosas pueden y se me olvida. Pude terminar con un respirador en Ifema, pero tuve la suerte de que no ocurriera. Seguro no pensaría en ninguna de estas cosas si eso me hubiese ocurrido a mí o a los míos.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación