Elizabeth Loftus es una psicóloga cognitiva especializada en el estudio de cómo funciona la memoria. No parece la clase de investigación que lleva a la notoriedad pública o a recibir amenazas de muerte, pero Loftus se ha convertido en una figura bien conocida fuera de la academia. Reconocida por sus investigaciones, aparece regularmente en las listas de autores más influyentes en psicología. Su notoriedad, con todo, se debe a su intervención en numerosos casos judiciales, algunos célebres, y la polémica que han generado acerca de la memoria.
Comenzó estudiando cómo registramos el significado de las palabras y las recordamos, pero en 1974 consiguió financiación pública para investigar el modo en que los testigos informan de los accidentes de tráfico. En su estudio mostraba a un grupo de estudiantes universitarios (las cobayas habituales) un vídeo de un accidente entre dos coches y después les pedía una estimación de la velocidad a la que circulaban los vehículos. Descubrió que la forma en que se formulaba la pregunta afectaba llamativamente a las estimaciones que daban los sujetos, pues hizo la misma pregunta a distintos grupos cambiando el verbo utilizado en la descripción de la colisión. Si la pregunta era ‘¿a qué velocidad iban los coches cuando se estrellaron?’, las respuestas eran de media significativamente más altas que cuando se les decía que los coches habían ‘chocado’; y más bajas aún si los vehículos habían ‘contactado’. Si los coches ‘se estrellaban’, los sujetos podían recordar los cristales rotos en el accidente, aunque en la película no hubiera. Esta maleabilidad de la memoria fue confirmada por nuevas investigaciones que mostraban la poca fiabilidad de los testigos presenciales a la hora de identificar a sospechosos. El resultado de esos trabajos fue que nuestros recuerdos son alterados con suma facilidad: ciertos detalles en el modo de preguntar o cualquier descripción posterior puede contaminarlos.
Es inevitable recordar las teorías de Elizabeth Loftus sobre la memoria a la hora de reflexionar sobre las acusaciones de Mia Farrow y su hija Dylan contra Woody Allen
La relevancia práctica de sus descubrimientos era evidente, y Loftus ha comparecido a lo largo de los años en numerosas causas judiciales. Fue un caso en 1990 lo que dio un giro decisivo a su carrera. Loftus testificó en el juicio de George Franklin, un sexagenario que había sido acusado por su hija de violar y asesinar a su mejor amiga veinte años antes. Durante años Eileen Franklin había olvidado completamente los supuestos hechos hasta recobrar la memoria con todo lujo de detalles durante sus sesiones de terapia. A pesar de ello Loftus pensaba que la memoria no funciona como una cámara de vídeo, cuya película podemos sepultar y recuperar décadas después completamente intacta y con todos los detalles incorporados.
Franklin fue finalmente condenado por el testimonio de su hija. Pero su caso sugirió a Loftus una pregunta atrevida e inquietante: ¿Podemos implantar recuerdos falsos en las personas? Para responderla diseñó con Jacqueline Prickell el siguiente experimento: con la ayuda de familiares, presentaron a los sujetos cuatro eventos de su infancia, de los cuales tres eran reales y el cuarto, que contaba cuando se perdieron de niños en un centro comercial, era inventado. Un cuarto de los participantes recordaba perfectamente el incidente. No sólo eso, una vez plantada la semilla, el recuerdo crecía con nuevos detalles que lo adornaban y añadían dramatismo: lo mal que lo pasaron, el reencuentro, la conversación con la madre, etc. Cuando se les decía que se trataba de un montaje, algunos se resistían a creerlo.
Casos similares al de Franklin se multiplicaron por aquellos años y Loftus denunció la idea de una ‘memoria reprimida’ que emergería íntegra al cabo de los años durante la psicoterapia; por el contrario, se convenció de que en muchos casos los falsos recuerdos podían ser inducidos por profesionales bienintencionados. Con ello, abrió lo que se han llamado las ‘guerras de la memoria’ y que le granjearon una abierta hostilidad por parte de muchos colegas y de una parte de la opinión pública; como decía, llegó a recibir anónimos y amenazas de muerte. Las repercusiones le afectaron personalmente en 1999 cuando el caso ‘Jane Doe’ le obligó a cambiar de universidad y marcharse a la de California en Irvine.
Un testimonio puede ser sincero, lleno de pormenores y conmovedor sin ser verdadero; nuestros recuerdos son alterados con suma facilidad
Es inevitable recordar a Loftus al leer lo publicado en los últimos tiempos sobre las acusaciones de Mia Farrow y su hija Dylan contra Woody Allen. Las acusaciones datan de 1992, los años en los que Loftus realizaba su investigación, y se han reactivado ahora a raíz de las denuncias de abusos de poder y acoso sexual contra Harvey Weinstein y otras figuras del mundo del cine. En diciembre pasado Farrow se preguntaba en Los Angeles Times por qué el movimiento #MeToo pasaba por alto a Allen, tras lo cual se han promovido acciones de boicot contra el cineasta y sus películas. Conocidos actores han anunciado que no volverán a trabajar con Allen, críticos de cine han escrito que no volverán a ver una película suya, Amazon podría romper su acuerdo comercial y aquí cerca tenemos la petición de que se retire su estatua en Oviedo. En el presente clima hay quien teme que Wonder Wheel pueda ser la última película del neoyorkino.
El asunto en realidad nunca llegó a juicio porque no se presentaron cargos. En un artículo reciente Daniel Gascón ha explicado las circunstancias en las que se produjeron las acusaciones, cuando Dylan tenía siete años y en medio del tormentoso proceso de divorcio entre Allen y Mia Farrow. Hubo dos investigaciones sobre el caso, por parte del Departamento de servicios sociales de Nueva York y por el hospital Yale-New Haven. Ambas concluyeron que no había pruebas. El informe del hospital además planteó la posibilidad de que fuera un relato inventado por la niña o alentado por la madre.
Ante casos así, los trabajos de Elizabeth Loftus deberían servir como un llamamiento a la prudencia. Por su investigación sabemos que la memoria es dúctil y capciosa. Ojalá las cosas fueran tan sencillas como el contraste entre la verdad sincera y la falsedad dicha con doblez. Pero un testimonio puede ser sincero, lleno de pormenores, conmovedor, sin ser verdadero. Que los recuerdos puedan inventarse o implantarse, como otros investigadores han confirmado después de Loftus, no nos dice nada acerca de si los abusos que una persona recuerda ocurrieron o no. Pero sí nos pone en guardia sobre la extremada dificultad de distinguir los recuerdos verdaderos de los falsos en ausencia de otras pruebas.
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