Este verano iba a marcar el regreso por todo lo alto de los vuelos comerciales después de dos años de restricciones que habían dejado al sector en estado catatónico. Pero no, la luz de lo que está sucediendo, lo que tenemos hoy es un caos absoluto. Se suceden las cancelaciones de vuelos y los retrasos son la norma y no la excepción. Los equipajes se pierden y las colas para facturar, pasar los arcos de seguridad y recoger el equipaje exasperan a los pasajeros. No es un problema puntual, es el día a día de todos los grandes aeropuertos. El sistema opera por encima de su capacidad y está bajo una gran presión, lo que ha hecho que se rompan los eslabones de una cadena que ya suele ir bastante justa para reducir los costes operativos.
Tomar un avión a la otra parte del mundo y que todo salga conforme a lo previsto es un pequeño milagro cotidiano al que no solemos dar importancia. Para materializar ese milagro es necesario que haya personal facturando las maletas, realizando el control de seguridad, supervisando los pasaportes, embarcando el vuelo y atendiéndolo en el aire. También hay personal de tierra sobre la pista, en la torre de control y pilotos que guíen los aviones hasta su destino. Una vez allí, vuelta a empezar. El aeropuerto de llegada tiene que poner de nuevo personal en la pista y en la torre, manipuladores de equipaje y policías que inspeccionen la documentación. De forma periódica el avión ha de ser revisado por mecánicos muy especializados. Un aeropuerto es como una gran factoría por la que, en lugar de materia prima y piezas, pasan aviones y pasajeros. Todo se tiene que hacer contra el reloj y con personal muy cualificado, lo que añade complejidad al sistema.
Pues bien, este año todo falta y todo falla. Por lo general, el sistema tiene redundancias en previsión de que algo salga mal, pero la escasez de personal con la que se encuentran ahora aerolíneas y aeropuertos ha eliminado esas redundancias. No hay suficientes manipuladores de equipaje, tampoco personal de facturación, ni pilotos, ni agentes de seguridad para comprobar los enseres de mano que los pasajeros embarcan en los aviones. También se ha formado un cuello de botella en los controles aduaneros. Todo junto está provocando el caos en muchos aeropuertos de Europa y Estados Unidos. En el Reino Unido arrastran el problema desde antes incluso del verano. Aeropuertos como el de Heathrow no dan abasto y han pedido a las aerolíneas que no vendan más billetes a ese destino. El aeropuerto, según han anunciado, sólo puede gestionar unos 100.000 pasajeros al día y esa cifra se ha superado con creces en el último mes.
Como sabe bien cualquier viajero frecuente, los retrasos engendran nuevos retrasos. Un avión que sale tarde llegará tarde a destino y retrasará a su vez a otros vuelos. Esto significa que los pilotos y asistentes de vuelo han de trabajar jornadas más largas y queda menos tiempo para el mantenimiento nocturno de las aeronaves. Poco a poco, día tras día la bola se va haciendo más grande hasta que termina por detenerlo todo. Eso mismo es lo que está pasando en estos momentos.
Durante la pandemia fueron muchas las aerolíneas que extendieron la mano para recibir ayudas de los Gobiernos. En marzo de 2020, casi de un día para otro, los aeropuertos se quedaron desiertos y las compañías aéreas tuvieron que dejar sus aparatos en tierra. Había tantos que no cabían en los aeropuertos. Los rescates, que se entregaron sin rechistar, tenían como objetivo que las empresas no quebrasen por no poder volar. Algunas, tan pronto como estacionaron sus aviones, se pusieron a planificar el regreso, pero éste no fue tan rápido como se pensaba al principio. El verano de 2020 se perdió casi por completo. En el de 2021 el tráfico aéreo se recuperó, pero sólo ligeramente, se mantuvo un 50% por debajo de los niveles prepandémicos ya que, aunque se podía volver a viajar, las restricciones de movilidad eran la norma.
La industria aérea no es un sector cualquiera. Muchos de sus empleados han de pasar una serie de filtros de seguridad que no son necesarios en otro tipo de empresas
Este año iba a ser el del gran desquite. Las aerolíneas, deseosas volver a la normalidad y hacer negocio, anunciaron grandes aumentos de capacidad y nuevas rutas para la primavera y el verano. Pero el pasado estaba ahí. Muchas de las medidas de emergencia que se habían tomado en 2020 han resultado muy difíciles de revertir. Las aerolíneas descubrieron pronto que no podían contratar nuevo personal lo suficientemente rápido. La industria aérea no es un sector cualquiera. Muchos de sus empleados han de pasar una serie de filtros de seguridad que no son necesarios en otro tipo de empresas. Se trata, además, de trabajadores muy cualificados en toda la cadena y que, por lo tanto, no se pueden reponer fácilmente.
Algo parecido sucede con las empresas aeroportuarias. La irrupción de la pandemia dejó los aeropuertos vacíos. Sobraba personal que fue despedido en el acto. Tras ello pidieron ayuda a los gobiernos. En España los aeropuertos son de titularidad pública, pero en otras partes del mundo son empresas privadas que dependen de los números negros en la cuenta de resultados. Sin aviones llenos de pasajeros no hay negocio y tienen que declarar la bancarrota. Los gobiernos no pusieron pegas, sólo en Alemania destinaron casi mil millones de euros para los aeropuertos, en Estados Unidos fueron 10.000 millones de dólares. Todo para que se mantuviesen abiertos y con una dotación de personal mínima para seguir abiertos.
Durante los dos últimos veranos no se han presentado problemas porque el regreso a la normalidad ha sido muy lento. Las aerolíneas descontaron en el verano de 2020 que esto iba para largo y se prepararon para una economía de guerra durante mucho tiempo. Este año todo se ha precipitado a gran velocidad y ni aerolíneas ni aeropuertos han podido reaccionar a tiempo. El resultado es un cuello de botella antológico que desde la primavera ha convertido los retrasos y cancelaciones en moneda corriente. Desde abril en Ámsterdam-Schiphol se han cancelado 15.000 vuelos, casi 9.000 en Fráncfort y más de 4.000 en París-Charles de Gaulle. Desde principios de junio el 46% de los vuelos que salieron de Fráncfort lo hicieron con retraso, el 42% de los que salieron del Charles de Gaulle parisino y el 40% de los que salieron de Londres-Heathrow.
Las colas en los mostradores de facturación, la desesperación de los pasajeros por los vuelos cancelados y las pérdidas de conexiones por los retrasos han colmado la paciencia de muchos viajeros, que se quejan amargamente en las redes sociales subiendo fotografías y vídeos del caos aeroportuario. Pero nada se puede hacer, al menos a corto plazo porque la búsqueda de personal nuevo está siendo más lenta y costosa de lo que las aerolíneas y los aeropuertos esperaban.
Las ofertas a veces incluyen turnos los siete días de la semana y horarios nocturnos, eso no los hace especialmente atractivos para los potenciales candidatos
Las empresas han empezado a llamar a los empleados que tenían antes de la pandemia, los mismos que despidieron o no renovaron el contrato cuando hubo que detener el transporte aéreo. Pero estos estos trabajadores se han buscado la vida y tienen otros empleos, en ocasiones no tan sacrificados y mejor pagados que en la industria aérea, que lleva años recortando costes, a menudo a costa de las plantillas. Las aerolíneas se quejan de que han desparecido miles de personas del mercado laboral, pero es que puestos tan especializados como los que demanda este sector no son fáciles de cubrir. Las ofertas a veces incluyen turnos los siete días de la semana y horarios nocturnos, eso no los hace especialmente atractivos para los potenciales candidatos. Muchos de ellos están dolidos por la forma en la que se les trató hace dos años, cuando se vieron en la calle de un día para otro. Desconfían con razón de las aerolíneas y las empresas aeroportuarias. Otros temen una recesión tras el verano y no quieren quedarse colgados sin empleo cuando las aerolíneas se vean obligadas de nuevo a reducir personal.
De este modo, si antes hacían falta 60 ó 70 días para que un piloto recién contratado estuviese listo para volar ahora hacen falta más de cien días
En los aeropuertos los empleados tienen que pasar un filtro de seguridad en el que se verifican sus antecedentes penales. Este proceso puede demorarse un mes o más dependiendo de la normativa local. Esto se está dejando sentir en la manipulación de equipaje. Hacen falta miles de manipuladores, un trabajo no especialmente bien remunerado, físicamente agotador y que se realiza a la intemperie. Ese es el motivo por el que se están extraviando tantos equipajes. La semana pasada la compañía Delta tuvo que enviar un Airbus A-330 desde Detroit a Londres sólo para recoger maletas que se habían quedado abandonadas en el aeropuerto de Heathrow. Regresó a América de vacío sólo con los equipajes extraviados en la bodega.
Algo parecido está sucediendo con los pilotos. En 2020 muchas aerolíneas invitaron a sus pilotos más mayores a jubilarse aprovechando la pandemia para así ahorrarse sus salarios, otros fueron directamente despedidos, especialmente en las de bajo coste como Ryanair o Norwegian. Ahora se han visto obligados a contratar a toda prisa, pero un piloto necesita formación específica para cada modelo de avión y cada aerolínea. Ahí se ha formado otro cuello de botella, esta vez en los simuladores de vuelo necesarios para formarse. De este modo, si antes hacían falta 60 ó 70 días para que un piloto recién contratado estuviese listo para volar ahora hacen falta más de cien días.
Una tormenta perfecta a la que no le falta ni un solo ingrediente. El problema terminará por resolverse, pero esto no sucederá hasta dentro de unos meses. Para entonces la economía posiblemente ya esté en recesión y las primeras en notarlo sean las aerolíneas, que ya pagan por el combustible el doble de lo que pagaban antes de la pandemia. No todas podrán aguantar la prueba y es poco probable que los gobiernos se muestren tan dadivosos como hace dos años.
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