Opinión

Pierre se siente muy vasco

Lo que no ofrece dudas es que su dinero, el que piensa ganar a partir de ahora (porque el que ha ganado en el pasado era más español que la tortilla de patata), no tiene patria de ninguna clase

Me llama mi padre, inquieto; no diré apesadumbrado ni preocupado ni contrito, pero sí inquieto, se le nota en la voz, y me lo confiesa: “Pierre se siente muy vasco”. Yo callo durante unos segundos, más que nada porque no se me ocurre qué contestar, y al final digo: Y qué podemos hacer.

Pierre es el “novio, pareja o lo que sea” (expresión de mi padre) de mi sobrina Paula, que es una extraordinaria hermosura de muchacha, por fuera y por dentro. Los dos andan por los veintitantos años; viven y trabajan en París, tan felices y contentos, pero Pierre resulta que es de Biarritz y, como repite mi padre, ya he dicho que inquieto, se siente muy vasco. Yo sigo sin entender qué trata de decirme –ah, las clásicas preguntas trampa de mi padre– y le digo que bueno, que bien, que el chico se siente muy vasco, que qué pasa por eso.

–No, si pasar no pasa nada, pero es que no lo entiendo. ¿Qué es sentirse muy vasco? ¿Tú lo sabes?

Y yo le digo que no, que no lo sé. Mi padre y yo pertenecemos a una poco frecuente variedad de la especie humana: los que no se sienten apasionadamente de ninguna parte. No nos tiran las raíces. Eso no es bueno ni malo; sencillamente es un hecho. No buscado pero inevitable, no se puede hacer nada. Papi nació en Madrid en plena república, pero nada más acabar la guerra el abuelo se llevó a la familia a León y ya no se movieron más. Mi caso es el contrario: nací en León pero llevo 35 años viviendo en Madrid. Mi padre se conoce la provincia de León como muy poca gente: se la ha pateado entera veinte veces, cazando, pescando o en busca del puro deleite del paisaje. ¿Se siente leonés? Pues… la verdad es que no, y menos muy leonés, pero tampoco tiene un arraigo especial –sentimental– con Madrid. Simplemente, eso de “sentirse de”, o “sentirse muy de”, es algo que no le ha preocupado nunca, que no se plantea.

A mí me pasa igual. Me fascinan los paisajes de León, que conozco bien gracias a papá –cuando él se iba a cazar, yo solía hacer de perro–, pero Madrid me dio la libertad, el trabajo, el amor, la identidad, la vida. Los primeros meses, nada más llegar, los zapatos me llevaban una y otra vez a las rejas negras de la Plaza de la Armería, junto al Palacio Real. Era el único lugar desde el que podía ver unas puestas de sol casi iguales a las que conocí desde niño, en el balcón de mi casa de León, y me rodaban por la cara unos lagrimones tremendos. Pero la melancolía se me pasó pronto. Agarrado a aquellas rejas como un preso, pronto descubrí que a mi espalda estaba el Teatro Real, donde pasaban cosas muchísimo más interesantes que mis “añoralgias”. Y lo mismo en las bibliotecas, los teatros, los museos, los bares, los tugurios nocturnos. Nací allí, en León, pero jamás he sido “leonesista”, enfermedad endémica de mi tierra natal, muy frecuente. Nunca se me han llenado los ojos de agua con el marcial Himno a León, entre otras cosas porque musicalmente me parece una castaña pilonga.

Es perfectamente posible empezar con la morriña o la saudade y, tras un proceso mental claramente infeccioso, acabar quemando coches en la plaza de Urquinaona

Borges –creo que fue Borges– dijo alguna vez que uno es del lugar en que nace, desde luego, pero que es mucho más del lugar en que querría morir, porque allí está su corazón. Si eso es así, yo soy de Morro Jable, en la isla de Fuerteventura. O de Heidelberg. O de la escalinata que sube hasta Santa Maria in Ara Coeli, en Roma. En esos lugares sí que está mi corazón.

Julio Cortázar, en su libro Un tal Lucas, distingue irónicamente entre patriotismo, patrioterismo y patiotismo. Este último es el que más se parece, creo yo, a la actitud orgullosa y con frecuencia algo achulada de quien se siente muy de un lugar y por eso, allá en el fondo de su corazón (o a flor de piel, con harta frecuencia), compadece, subestima o desprecia a quienes no tienen la fortuna de ser “de allí”, como si eso fuese un mérito, como si uno hubiese hecho algo para nacer en un sitio y no en otro.

Pierre se siente “muy vasco”. Bueno. Pues él sabrá por qué y, sobre todo, cómo. En los sentimientos no manda nadie, ni uno mismo siquiera. Son sentimientos, lo cual los ubica en el apasionante territorio de lo irracional, donde no hay argumento que valga. Sentir cariño por la tierra en que uno nació y echó a andar, en la que aprendió a mirar y a escuchar, es, creo yo, natural. Pero eso tiene grados. La nostalgia del emigrante, del trasterrado o –peor aún– del exiliado, es inevitable. Pero es perfectamente posible empezar con la morriña o la saudade y, tras un proceso mental claramente infeccioso, acabar quemando coches en la plaza de Urquinaona en nombre de la patria oprimida. O cosas mucho peores. Ustedes saben cuáles, no me hagan ahora que las recuerde porque aquello se acabó hace mucho tiempo. Por fortuna para todos.

El pasado (netamente español) de la empresa tiene, para estos caballeros, la misma importancia y valor que para Pumba, el facóquero de El rey león: quedó atrás, ya no existe. El anacrónico, pues, es el gobierno español.

El señor Andoni Ortuzar, presidente del PNV, se siente, sin la menor duda, muy muy muy vasco. Quiero creer que mucho más que Pierre. Ortuzar, como Aitor Esteban, es un hombre mesurado y poco dado a los aspavientos, algo que les diferencia mucho a los dos del profeta Arzalluz, que ya está en la Casa del Padre. Pero hace unos días, en el Aberri Eguna, Ortuzar cumplió una de las más viejas tradiciones de su partido, que es conservador, burgués y católico: echar las patas por alto, verbalmente al menos, y ponerse a hablar de la futura “liberación” del País Vasco. En la jornada del Aberri Eguna vale todo, eso ya se sabe, pero lo más suave y cariñoso que se puede decir del discurso de Ortuzar –la voz forzada, el tono chillón que no le sale, la sonrisa encajada– es que rejuvenece, caramba: llevamos oyendo esas soflamas desde que éramos unos chavales, y ya se está viendo para qué. El PNV lleva tiempo comportándose en el Congreso con una sensatez y un sentido del Estado que para sí quisieran otros más numerosos y mucho más vocingleros, pero de vez en cuando hay que ponerse en modo “muy muy vasco”, aunque sea hasta la hora de comer, y pasa lo que pasa. Que todos los asistentes ponen una estudiada cara de estárselo creyendo. Y nada más.

Yo no sé si el señor Rafael del Pino Calvo-Sotelo, que es madrileño por parte de padre y gallego por parte de madre (sobrino del recordado expresidente Leopoldo Calvo-Sotelo), se siente muy español, moderadamente español, poco español o asigún, que dirían en la montaña de León. Lo que no ofrece dudas es que su dinero, el que piensa ganar a partir de ahora (porque el que ha ganado en el pasado era más español que la tortilla de patata), no tiene patria de ninguna clase. Y hace mal el Gobierno en exigirle patriotismos empresariales: la ambición no los ha tenido nunca desde el tiempo de los fenicios. Ahí no hay sentimientos, solo cálculos para mayor lustre de la cuenta de resultados. En la junta de accionistas de Ferrovial había españoles, holandeses, alemanes como Christian Gülich, belgas como Jean Pierre Paelinck y entidades que tienen la facultad, tradicionalmente reservada a los dioses, de estar en todas partes al mismo tiempo, como el Banco Santander. El pasado (netamente español) de la empresa tiene, para estos caballeros, la misma importancia y valor que para Pumba, el facóquero de El rey león: quedó atrás, ya no existe. El anacrónico, pues, es el gobierno español.

Sentimientos primarios

Sigo sin saber qué le pasa al buen Pierre, el novio de mi sobrina, cuando se siente “muy vasco”. Pero me da lo mismo. Supongo que será lo mismo que sentirse muy zurdo, muy pelirrojo o muy iliturgitano, que es como se llaman los de Andújar. Son sentimientos primarios que provienen de una condición aleatoria que uno no ha elegido: el lugar donde nació, por ejemplo.

Lo importante es que ese “muy”, que parecía inquietar a mi padre, no degenere en sentimientos de superioridad, animosidad o encono contra nadie, ni contra los que no son de allí (sea ese allí cual sea) o, todavía peor, contra los que sí lo son pero no comparten el “muy”, que es lo que nos pasa a mi padre y a mí con León y con Madrid.

Pero mucho peligro parece que no hay, ¿eh? Pierre y Paula viven felices en París, ciudad –como Madrid– en la que da exactamente igual dónde hayas nacido. Allí nadie se preocupa por esas tonterías.

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación
Salir de ver en versión AMP