Parece que la extrema derecha española, la de verdad y la de aluvión, sintetizada en el partido de Santiago Abascal, ha decidido emplear el peso de sus votos –allí donde puede hacerlo: Murcia y Madrid– para obligar a esos gobiernos a poner en marcha lo que llaman pin parental. Madre de mi vida.
Este pin, que en realidad no es un pin ni cosa que lo valga pero eso es lo de menos, se traduciría en que los padres tienen que autorizar expresamente la asistencia de sus hijos a determinadas clases y actividades docentes previstas en los planes de estudio y en las leyes de Educación. Como todos ustedes saben, se trata de impedir que los chicos asistan a clases o talleres en los que se les ilustre sobre la diversidad afectivo-sexual, eso es lo que más les importa. El propio Abascal ha escrito esto: “Pretendéis moldear a los niños con vuestras chaladuras y sectarismos. Seguiremos protegiendo a las familias de vuestras pulsiones totalitarias. Dejad a nuestros hijos en paz”.
No, hombre, no. Lo que menos me importa de este alucinado asunto (con importarme mucho) es si esa pretensión de la extrema derecha es legal o no, es constitucional o no lo es, si vulnera o no la Convención sobre los Derechos del Niño firmada y ratificada por la práctica totalidad de los países del planeta a partir de 1989. Para discernir todo eso están los juristas.
Lo que de verdad me importa es que la pretensión de la extrema derecha es una atrocidad y se basa en un imposible metafísico. Las “chaladuras y sectarismos” de los que habla el señor Abascal consisten, según él, en informar a los chicos de que en el mundo hay personas heterosexuales, personas homosexuales, bisexuales, transgénero y por ahí seguido. Y que todas las personas, tengan la orientación sexual que tengan, son dignas de respeto, porque ante todo son seres humanos. La traducción que ha hecho desde siempre la extrema derecha de esas clases o talleres es que en ellos se pretende “adoctrinar” a los niños para que se vuelvan maricones.
No hay manera de lograr que un niño (o niña) heterosexual se vuelva homosexual, como tampoco es posible conseguir que se vuelva zurdo o pelirrojo, o que mida dos metros si es bajito
Ese es el imposible metafísico. A un niño se le puede adoctrinar para que acabe siendo muchas cosas: falangista, musulmán, culé, abogado, yo qué sé. Pero es completamente imposible cambiar su orientación sexual, sea la que sea. Eso no se elige. Se nace con ello. No hay manera de lograr que un niño (o niña) heterosexual se vuelva homosexual, como tampoco es posible conseguir que se vuelva zurdo o pelirrojo, o que mida dos metros si es bajito. Por lo mismo, tampoco es posible convertir a un niño (ni a ningún ser humano) homosexual en heterosexual, como han intentado e intentan desde hace décadas numerosos farsantes, engañabobos, fanáticos religiosos y destrozavidas de toda laya y condición. No solo en Kentucky: también aquí. Por fortuna, eso sí es delito.
Lo que sí es posible, y menos mal, es educar a los niños para que sean respetuosos con quienes son diferentes; que se acostumbren a convivir todos juntos, que aprendan unos de otros y que con todo ello se acabe creando una sociedad más humana, más libre y más tolerante. Eso y nada más es lo que pretenden, como es más que obvio, esas clases o talleres de educación en la diversidad afectivo-sexual. Ninguna otra cosa. Porque la “otra cosa”, la “conversión” o “contaminación” en la que piensan las mentes agusanadas de los fanáticos, no es que sea buena o mala: es que es, lo vuelvo a decir, imposible.
Estas clases de información sobre la diversidad sexual para los escolares son, en España, una maravilla bastante reciente. Los ya veteranos no las tuvimos, y bien saben los cielos la falta que nos habrían hecho, a nosotros y a nuestros compañeros de clase. Mi caso personal es infrecuente. Tuve una increíble suerte con mi familia, que lo entendió y lo aceptó todo desde el primer momento: yo no tuve que salir de ningún armario ni con mis padres ni con mis hermanos. Pero en el colegio me forraban a hostias, y ustedes perdonen lo áspero de la expresión, pero es la tercera acepción del DRAE. Fue espantoso. Y lo fue en una época (los años 60 y parte de los 70 del siglo pasado) en la que ni yo mismo tenía ni remotamente claro qué era, qué me gustaba, qué prefería.
No hay sobre la faz de la tierra nada más cruel que un matoncito de patio de colegio que se convierte en el líder de una manada de cobardes
Sí sabía, eso sin duda, lo que debía ser, porque me lo recordaban constantemente a guantazo limpio, o con las habituales burlas y escarnios de “todos contra uno” que usan los niños en los colegios. Me refiero, desde luego, a los niños feroces, a los niños sin educar en estas cosas, que entonces eran prácticamente todos. Esos niños tienden a comportarse, cuando están en grupo, bastante peor que los cachorros de hiena. No hay sobre la faz de la tierra nada más cruel que un matoncito de patio de colegio que se convierte en el líder de una manada de cobardes que le jalean, que aspiran a ser como él.
Eso fue lo que yo viví. La culpa. El miedo. La culpa, repito, de algo que yo no podía controlar, por más que me esforzase, por más que me confesase, por más propósito de la enmienda que hiciese; por más que callase como una tumba, durante décadas, los abusos de los que fui víctima a manos de uno de aquellos curas. Que me repetía cien veces, por cierto, que lo que él hacía conmigo no era pecado sino cariño. Pecado, y gordo, era cuando yo me tocaba solito.
La extrema derecha, que en España tiene un tiznajo ultrarreligioso del que carece (por fortuna) en otros países, está convencida de que la homosexualidad, o todo lo que se salga de la heterosexualidad estricta, es malo. Así se dice en el Levítico y así lo repite San Pablo en algunas de sus cartas. Y así lo ha mantenido la Iglesia Católica prácticamente hasta ahora mismo, hasta el papa Francisco. Pues no es verdad. La homosexualidad no es ni mala ni buena ni mediopensionista. Simplemente es: se trata de una realidad objetiva que nadie puede cambiar, ni en sí mismo ni desde luego en los demás, se ponga como se ponga y haga lo que haga. Puede, obligado por la presión de su entorno social, ocultarlo, mentir o incluso mentirse. Pero eso no cambia la realidad. Solo provoca un sufrimiento indecible, a veces durante toda la vida.
Ah, pero lo que sí es malo, cruel y aberrante es tratar de impedir que los niños, ahora que pueden, ahora que por fin disponen de esa prodigiosa ventaja, asistan a clases o charlas en las que se les enseñe a respetar a los demás, a conocer sus diferentes realidades, a comprender que no todas las personas tienen las mismas preferencias pero que sí merecen el mismo respeto y el mismo trato que los demás. Eso tiende a crear no sé si un mundo, pero desde luego sí una sociedad mejor, más tolerante y más libre. Impedir que conozcan esa realidad es contribuir a que se conviertan en unas bestias pardas como, en el peor de los casos, quizá fueron sus padres.
Las “chaladuras y sectarismos” no son los de esas clases que a usted parecen darle tanto miedo, señor Abascal. Son parte de la educación que usted y yo recibimos, aunque está claro que a usted se le nota más que a mí. Eso sí que eran chaladuras y, sobre todo, sectarismos y adoctrinamientos como los que usted parece que pretende mantener. Las “pulsiones totalitarias” son las que usted tiene, señor Abascal, empeñado en que se eduque a los niños sin decirles la verdad, sin mostrarles la realidad que, cada vez con más claridad y naturalidad, hay a su alrededor.
Y sí: es usted quien debería dejar a los chicos en paz, señor Abascal. Porque quizá ellos ya sepan la suerte que tienen al recibir una educación, al menos en este aspecto, basada en realidades y no en miedos, fanatismo y condenas de hace tres mil años. Deje en paz la chaladura sectaria del pin y tenga usted muy buenos días.
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