El chiste, un poco bestia y además bastante erudito, circula por ahí desde que se desató el drama: “Errejón, ten cuidado con el piolet”. Ustedes sin duda saben que Stalin mandó matar a Lev Trotski, su posible rival, que anduvo escapando de las mandíbulas del padrecito durante dieciocho años; el vencedor exterminó a toda la familia de Trotski y, por fin, un sicario de Stalin (el catalán Ramón Mercader) acabó con la vida del huido en México, en 1940. Lo asesinó clavándole en la cabeza un piolet de escalador. De ahí el presunto chiste, o lo que sea eso que tiene tan poquita gracia: cuando pelean dos comunistas, el perdedor es candidato a piolet.
Esta es una historia de amores y dolores personales. Son las peores porque generan un rencor que difícilmente se desvanece, y eso, en política, suele traer consecuencias devastadoras. Decía Rosa Montero en una ya vieja y memorable novela, La función Delta, que, en estas cosas, cuando la intensidad tiende a infinito, la duración tiende a cero. Pablo Iglesias e Íñigo Errejón han compartido fervorosamente (son jóvenes) sueños, planes, quimeras románticas, asaltos a los cielos. Ese ha sido su error: han imaginado demasiado, y demasiado pronto, y demasiado juntos. Cuando, en esa situación, nace inevitablemente la diferencia, el cariño se transforma primero en decepción, luego en hastío y, por último, en un odio inextinguible. El motivo de esa diferencia es lo de menos. Da lo mismo que sea: “Cariño, yo quiero mucho a tu madre pero hace un gazpacho que no hay quien lo trague” o “Te estás alejando del proyecto político que ideamos juntos”. El resultado suele ser una tragedia a la que, con frecuencia, precede una cellisca de reproches cuidadosamente guardados durante años.
Y llega la traición. Pero lo curioso es que ambas partes piensan que el traidor es el otro. Que el que se merece el golpe de piolet es el otro. Es muy poco frecuente la figura del malo premeditado, del hijo de perra consciente y orgulloso de serlo. Siempre se echa la culpa a la otra parte porque uno mismo, haga lo que haga, necesita saberse o creerse bueno. Incluso los torturadores, los secuestradores, los maltratadores de sus parejas, los etarras de toda laya, llegan antes o después a un argumento de escalofrío: “Mira lo que me estás obligando a hacerte”, gimen, con el piolet en la mano.
Cuando como en el caso de Iglesias y Errejón aparece la diferencia, el cariño se transforma primero en decepción y luego en hastío y en un odio inextinguible
Una cosa más: la traición, el despotismo, la crueldad, siempre se ejercen en nombre de un bien superior. En el caso de los amantes enfrentados, es (desde el siglo XVI) la honra, el honor mancillado, aunque sea el honor del gazpacho de mamá. En política, ese bien superior en nombre del cual se da por lícita o justificable cualquier ruindad, suele ser el bien público, la patria, el partido, la agrupación. Lo que haya más a mano.
Yo no he conocido, en todos los días de mi vida, a nadie más propenso a la deslealtad personal y a la puñalada por la espalda que a la gente que ha pertenecido largamente a los aparatos de los partidos políticos. Durante un tiempo pensé que esto era un mal que aquejaba más a la izquierda, pero no: es un virus común a todas las madrigueras. Desde luego que no todo el que milita en un partido se convierte automáticamente en un cabrón, pero esa idea del “bien superior”, blanda y grasienta y manipulable como la plastilina, porque cualquiera la moldea y conforma según su propio interés, no solo lava la conciencia de los traidores sino que favorece extraordinariamente su proliferación. Las ratas se reproducen a gran velocidad cuando se llega al consenso general de que está bien ser una rata, porque eso es bueno para el sagrado interés general... y porque todos son ratas; el que tenga escrúpulos o reparos morales en atravesar el cuello de su compañero con la daga, ya sabe: haberte apuntado a las Hijas de María.
El uso del piolet como método para eliminar obstáculos en el camino hacia el poder es muy antiguo. En la antigua Roma y en la Hispania visigoda, el puñal y el veneno eran instrumentos casi habituales para propiciar el relevo en la jefatura del Estado. Esto lo cuentan muy bien Robert Graves y desde luego Shakespeare. El primero explica cómo Livia, esposa de Augusto, asesinó amorosamente a varios de sus hijos e hijastros, a su marido y a todo el que se le puso por delante para lograr el bien de Roma, que casualmente coincidía con el suyo: lograr que su tenebroso hijo Tiberio sucediese a Augusto.
No conozco a nadie más propenso a la puñalada por la espalda que a la gente que ha pertenecido largamente a los aparatos de los partidos políticos
Shakespeare cuenta el asesinato de Julio César a manos de varios conjurados entre los que se encontraba uno de los más queridos amigos del asesinado, Marco Bruto. Cuando este clava el puñal, César murmura una de las frases más terribles de la historia: “¿Tú también?” No era cólera o indignación, sino algo muchísimo peor: la estupefacción del que no podía ni imaginar la traición de un amigo. César estaba convencido de que su gobierno personal era bueno para Roma. Bruto estaba convencido (en este caso, sinceramente) de que lo mejor para Roma era apuñalar a quien tanto le quería, para evitar la tiranía. Eso es lo que pasa siempre: el interés general, que suele coincidir con la propia ambición, justifica cualquier vileza hacia la gente que más confía en ti.
Al menos en política, es mucho mejor para la propia salud no poner el corazón en manos de los demás. Errejón e Iglesias deberían haber aprendido de Felipe González y Alfonso Guerra, por ejemplo. Los dos líderes que dieron al PSOE la época más gloriosa de su historia funcionaron siempre muy bien juntos, pero espalda contra espalda. Se detestaban cordialmente, pero sabían que se hacían falta el uno al otro y mantuvieron un eficaz tándem de conveniencia hasta que el partido perdió las elecciones, en 1996. A partir de ahí hicieron lo mismo que Alfonso XIII y Victoria Eugenia, o que Juan Carlos I y Sofía: se ven solo por obligación, por así decir “en bodas, bautizos y entierros”, más o menos cordialmente separados, y eso les ha mantenido a salvo del piolet.
Errejón e Iglesias han padecido la desventura de ser amigos antes que compañeros. Eso se paga caro. Si los intereses, las componendas o (cómo no) el interés general de cada uno de ellos volviera juntarles en algún lance político, lo cual no es en absoluto improbable, será divertido ver cómo jamás se darán la espalda el uno al otro, por lo que pudiera pasar.
No tengo muy claro, en esta historia de malos quereres, si Errejón es Bruto e Iglesias es César, o al revés. De lo que sí estoy seguro es de que el torvo Echenique es el que afila los puñales…
Y es que ya lo decía el inolvidable Giulio Andreotti, uno de los seres humanos más pérfidos que ha dado Europa desde el papa Borgia: “Hay amigos íntimos, amigos, conocidos, adversarios, enemigos, enemigos mortales y... compañeros de partido”.
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