La política española parece una serie mediocre cuyos guionistas carecen de imaginación. Un relato lineal de malos y peores en el que cada personaje apenas cumple con la elementalidad del papel asignado. Curados de espanto como estamos, ya ni Pedro Sánchez es capaz de sorprendernos. Si tiene que elegir entre lo mejor para él y lo más conveniente para el conjunto de los españoles, siempre optará por lo primero. De tan simple, el guion de Sánchez ha llegado a ser adormecedor: seguir a cualquier precio al frente del Gobierno. No hace falta mucho ingenio para eso. Basta con prescindir de cualquier escrúpulo y arrebatar a otros parcelas de poder que no te incumben.
Sánchez se ha hecho con el control de la mayoría de las poderosas empresas públicas del país, a las que utiliza para premiar a medios afines y sancionar a los más críticos; ha politizado como nunca antes había ocurrido la Administración General del Estado y los órganos reguladores; ha colocado al frente del Tribunal Constitucional y de la Fiscalía a candidatos disciplinadamente alineados… Solo escapa a su dominio el Poder Judicial, convertido en la última línea de defensa frente a las arremetidas del Ejecutivo.
Para rendir el fuerte, el Gobierno impulsó la reforma que desde marzo de 2021 prohíbe al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) nombrar cargos judiciales para sustituir las bajas que por traslado, jubilación o fallecimiento se producen en el Tribunal Supremo, audiencias o tribunales superiores. 23 puestos sin cubrir en el Supremo y más de 60 en otros órganos judiciales repartidos en todas y cada una de las comunidades autónomas. Un drama a punto de devenir en caos.
Ni Puigdemont ni Junqueras quieren un CGPJ neutral y con autonomía reforzada. Prefieren el actual, con mayoría conservadora pero con el prestigio por los suelos
El deterioro de la Justicia en democracia es inédito. Por su calado, pero sobre todo por su intencionalidad. Una operación de indecoroso debilitamiento institucional planificada a conciencia para forzar un cambio en los equilibrios internos del gobierno de los jueces. Nada nuevo, salvo que quien protagoniza el atropello es un gobierno presuntamente progresista. Lejos quedan los tiempos en los que tras las elecciones de 2018 aún existía la esperanza de situar al frente del tercer poder del Estado a un profesional suficientemente imparcial, caso de la frustrada elección de Manuel Marchena. Aquel fracaso, cuando estaba prácticamente cerrado el acuerdo, hay que adjudicárselo al Partido Popular, cuyo portavoz en el Senado, Ignacio Cosidó, dinamitó el pacto con unos infames mensajes que revelaban la intención de control político del Supremo “por la puerta de atrás”.
La segunda oportunidad que ambos partidos se dieron para renovar el Consejo fue ya a finales de 2022, con Alberto Núñez Feijóo al frente del Partido Popular. Pero sucedió que mientras tendía una mano al nuevo líder popular para cerrar el pacto por la Justicia, Sánchez firmaba con la otra ante Junqueras una reforma exprés del Código Penal que derogaba el delito de sedición y rebajaba las penas por malversación, a la vez que Félix Bolaños engañaba a González Pons desmintiendo el denigrante compromiso alcanzado con el independentismo. Una trampa que, de haber firmado Feijóo la renovación del CGPJ solo unos días antes de hacerse público tan servil pacto, se podía haber llevado por delante al flamante presidente del PP. Y todo sólo unos meses después del drama que los populares vivieron con la sustitución traumática de Pablo Casado.
Ha pasado más de un año desde que con aquella maniobra Sánchez estuviera a punto de hundir en el más profundo descrédito al primer partido de la Oposición. Pero la desconfianza no se ha desvanecido. ¿Cómo se iba a desvanecer si en este tiempo el PSOE ha reforzado sus pactos con los partidos independentistas, ampliando con Junts la nómina de socios? ¿Cómo iba a disiparse si el Gobierno de la nación ha asumido como propia una ley de amnistía de más que dudosa constitucionalidad y negocia en Suiza la consolidación de un estatus privilegiado para Cataluña con un prófugo de la Justicia? ¿Cómo se va a recobrar la mínima confianza cuando, en un abierto desprecio a la separación de poderes, se abren comisiones en el Congreso de los Diputados para fiscalizar la actuación de los jueces?
Comité de sabios, ¿una entelequia?
No, no es posible conceder ni un gramo de credulidad a quien ha volado todos los puentes. Y, sin embargo, cada día que pasa sin que se renueve el Consejo del Poder Judicial es mayor la percepción de que el principal responsable del bloqueo es el Partido Popular. ¿A qué se debe esta aparente asimetría que refleja la opinión publicada? Sin duda, y en primer lugar, a la enorme potencia de fuego de los medios que apoyan al Gobierno y que, día sí día también, defienden el argumentario de Moncloa. Pero hay otro factor que con el paso del tiempo cobra más peso en la construcción del relato contra el PP: la insistencia de este partido en modificar la ley vigente que regula el nombramiento de los vocales del Consejo, una obstinación que no es fácil de explicar sin caer en los mismos vicios de los que se acusa al adversario político.
Se achaca al PP querer modificar el sistema de elección del CGPJ solo cuando este no le conviene; de no haber promovido una fórmula que garantizara una mayor autonomía de la institución cuando pudo hacerlo; de que sus actuales intenciones no tienen tanto que ver con la defensa de la neutralidad del Consejo como con la evitación de que sea el PSOE el que se haga con el control de la institución, tal y como ha ocurrido en el Constitucional. Y todo ello es en parte verdad. No hay que poner en duda las buenas intenciones de Núñez Feijóo, ni que su alegato en favor de un Consejo verdaderamente independiente sea el producto de firmes convicciones y no de una coyuntural necesidad. Pero las buenas intenciones ya no sirven. Es necesario ir más allá.
El empeño en cambiar la ley para negociar la renovación del Consejo es un argumento que contribuye a que nada cambie; una rígida postura que más parece la excusa que se precisa para evitar el cambio. Europa quiere una reforma legal que garantice mayores niveles de autonomía del Poder Judicial, pero también pide para ello el máximo consenso. Es una estupidez encastillarse en la exigencia de un cambio legal que en estas circunstancias -debilidad política del Gobierno, presión independentista- es inviable. Para liberarse del sambenito del bloqueo, lo inteligente sería aceptar la validez de la ley y plantear fórmulas de renovación que fueran difícilmente cuestionables.
El deterioro de la Justicia en democracia es inédito. Por su calado, pero sobre todo por su intencionalidad. Una operación de indecoroso debilitamiento institucional planificada a conciencia
Sería tan sencillo como que Sánchez y Feijóo delegaran la selección de los veinte vocales, magistrados, jueces y juristas de reconocido prestigio, en un comité de sabios compuesto por personalidades hace tiempo situadas por encima del bien y del mal, que nada tienen que perder pero aún están a tiempo de ganar un último servicio a la nación, y cuyo propósito primero fuera rescatar a esta del descrédito institucional. ¿Nombres? Hay candidatos de sobra. Sugiero algunos: Tomás de la Quadra-Salcedo, Manuel Aragón, María Emilia Casas, Pascual Sala, Miguel Herrero de Miñón, Miguel Roca, Manuela Carmena…
Este comité, formado por un número no superior a seis u ocho miembros, recibiría en un plazo tasado las propuestas de los grupos parlamentarios y asociaciones judiciales y entregaría sus veinte candidatos (repito: magistrados, jueces y juristas de real y reconocido prestigio) a la presidenta del Congreso (10) y al presidente del Senado (10), quienes se encargarían de convocar sendos plenos para el nombramiento de los nuevos vocales. De este modo, en muy poco tiempo el Consejo estaría renovado, el prestigio de la institución recuperado y la credibilidad ante Europa restaurada.
¿Es posible algo así o se trata de una disparatada entelequia? Sería factible si los partidos renunciaran a ejercitar sus privilegios, si se situaran por delante de las ambiciones particulares los intereses del país, si existiera un gramo de grandeza en nuestra clase política. Pero si estos pueriles argumentos no fueran suficientes para respaldar la pesimista tesis de la entelequia, hay otro de aún superior peso que tiene su origen en el resultado electoral del 23 de julio y sus posteriores consecuencias: Puigdemont (el independentismo) no quiere un Consejo General del Poder Judicial neutral y con autonomía reforzada. Para responder con legitimidad (sic) reforzada a la previsible reacción de los tribunales frente a la ley de amnistía, prefieren, él y Junqueras, el actual, con mayoría conservadora pero con el prestigio en caída libre. El secesionismo necesita un Tribunal Supremo débil y jueces desacreditados. Así que sí, lo del comité de sabios es, cuando menos, una extravagancia, pero aunque solo fuera para evidenciar que la garantía de la no renovación del CGPJ es la mejor noticia que le podemos dar a los enemigos de la Constitución, quizá fuera bueno que alguien pusiera la idea encima de la mesa.
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