Apenas treinta minutos antes de la hora señalada para la manifestación en Barcelona para defender el español en Cataluña como lengua vehicular, el panorama en el Arco de Triunfo era descorazonador. Unos pocos grupos de personas aquí y allá y un solo punto de cierta densidad, el correspondiente a los políticos haciéndose fotos como si no hubiera un mañana.
Tendríamos que estar acostumbrados al relativo fracaso en las convocatorias constitucionalistas, hechas todas sin el menor apoyo de los medios catalanes, pero la gran manifestación del 8 de octubre del 2017 nos echó a perder. En el fondo esperamos siempre que el milagro vuelva a producirse, que se llenen los AVES y los trenes de cercanías por igual con la misma fuerza y la misma ilusión de entonces por defender España, que es otra forma de decir por defendernos a nosotros mismos. Una asistencia aplastante, arrolladora e inapelable que volviera a dejar fuera de juega al independentismo y a los juegos malabares del recuento de la policía local.
Pero ese día feliz no fue el domingo. Es verdad que la asistencia, conforme pasaban los minutos, fue creciendo hasta conseguir llenar, de forma esponjada y con grandes huecos, el paseo Picasso. Familias, grupos de amigos, banderas nacionales entrelazadas con senyeras y pancartas humildes de fabricación casera. Los sospechosos habituales, los muy cafeteros de siempre. Ambiente festivo, decían las crónicas tirando de lugar común. Festivo por no llorar.
Amenazas, pintadas, acoso en las redes sociales, todas las formas de amedrentamiento posibles para que nadie más, viendo el precio a pagar, se atreva a dar el paso
Si alguna causa merece movilización masiva es la que nos unía. La defensa del español como lengua vehicular en la educación pública y concertada, (que no privada, donde ese problema no existe) de Cataluña. La exigencia del cumplimiento de la sentencia del TSJC que reconoce el derecho a por lo menos un 25% de asignaturas en español y en virtud de la cual familias heroicas abandonaron el silencio en la convicción de que estaban respaldadas por la Justicia. Esas familias que se han encontrado después con que la sentencia no se cumple y, además, tienen que sufrir las consecuencias. Amenazas, pintadas, acoso en las redes sociales, todas las formas de amedrentamiento posibles para que nadie más, viendo el precio a pagar, se atreva a dar el paso.
En el estrado, los mejores entre nosotros: maestros y padres que han decidido decir basta y revelarse contra la falta de libertad. Constituidos en asambleas y asociaciones, dan la batalla con una valentía y una fragilidad emocionantes y enternecedoras por igual, ¡Qué buenos vasallos si hubieran buen señor!
Los discursos, sin retórica ni lugares comunes, tenían que utilizar, para expresar lo que nos convocaba, palabras que solo se escuchan en territorios sin libertad: Basta ya de silencio, recuperemos nuestros derechos, que se acabe el miedo, que nuestros hijos puedan algún día escribir una columna como éste en la lengua común de todos los españoles por haber aprendido a dominarla en la escuela.
Lo que se defiende es previo a las ideologías, el derecho básico de todo niño a educarse en español y a no ser señalado en las escuela
Ni de derechas ni de izquierdas. Hubo un puño en alto en algún orador que desmentía el “carácter facha” con el que la propaganda independentista busca arrinconar a los que se atreven a disentir. Lo que se defiende es previo a las ideologías, el derecho básico de todo niño a educarse en español y a no ser señalado en las escuela.
Algunos políticos, como esa reina del frío arte de irse que es Inés Arrimadas, ni siquiera esperaron a que acabara el último discurso para abandonar el acto. Las fotografías ya estaban hechas y nada les ataba al lugar. No nos sorprende. El constitucionalismo catalán está solo desde hace ya demasiado tiempo, lo han condenado al desánimo y al desapego. Diferentes versiones de la “cordialidad lingüística”, esa pintoresca terminología acuñada por Feijoó, que no son otra cosa que agachar la cabeza y acatar en silencio la política educativa del independentismo, llevan en marcha desde hace décadas.
El Estado, a juzgar por nuestra amarga experiencia, ni está ni se le espera. Nosotros pocos, nosotros pocos y felices, banda de hermanos, estamos siempre en la víspera de la batalla de Agincourt, pero sin un Enrique V que nos proteja y defienda el estado de derecho en Cataluña.
La daremos igual, hasta que la ganemos.
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