Esta semana se cumplen diez años de aquel 15-M de los indignados. No fue un movimiento original de España, ni mucho menos espontáneo. Ya se había producido de forma similar en ciudades de todo el mundo. Una ola de indignación social en un momento de crisis económica global que cuestionaba las instituciones democráticas y señalaba al sistema político y económico vigente, capitalismo y democracia liberal, como la causa de todos los problemas cotidianos de la gente.
Los casos de corrupción, los abusos de poder por parte de quienes ocupaban las instituciones en ese momento fueron la mecha que encendió aquel movimiento. Muchos idealistas, que plasmaron sus deseos en un post-it en la Puerta del Sol de Madrid, donde se instaló una acampada permitida durante meses que arruinó a los comerciantes y trabajadores de la zona, fueron quienes concitaron la atención mediática, pues era la forma cuqui y naíf de entender la 'democracia participativa'. "¡Democracia real!" —gritaron. Instituciones como el Congreso de los Diputados dejaron de considerarse representativas, principalmente porque no estaban ocupadas por quienes acampaban en Sol. Y, de repente, todo el mundo se politizó, incluso aquellos que habían vivido sin inmutarse en ciudades golpeadas por el terrorismo, que asesina por motivos políticos.
No se apelaba a ningún principio de la democracia liberal, como el Estado de Derecho, sino precisamente a lo que en Latinoamérica se denomina “democracia popular”
Un ambiente asambleario y de cafetería de facultad que muchos respiraron con la nostalgia de las revoluciones no vividas de finales de los años 60. Por fin esta generación tenía una revolución a la que entregar el sentido de sus acomodadas vidas. El mejor olor que hubo en aquel 15-M fue el de su naftalina ideológica. Muchas consignas antiguas que apelaban, en último término, a finiquitar el sistema del 78 y no a proponer reformas necesarias para la consolidación y mejora de todo sistema democrático. No se apelaba a ningún principio de la democracia liberal, como el Estado de Derecho, sino precisamente a lo que en Latinoamérica se denomina “democracia popular”.
Muchos políticos profesionales en España se convencieron de que el 15-M era una moda pasajera sin importancia. Es cierto que tenía algunos trazos pues no respondía a cuestiones racionales, ni siquiera estéticas, pero muchos sentían una fascinación por todo aquello. Pero había un detalle que indicaba que no iba a ser una moda de temporada.
Desvirtuar las instituciones
Aquella ola transversal de indignación, de populismo, estaba siendo aprovechada y a la vez potenciada por profesionales de la política en otras latitudes al otro lado del Atlántico, por lo que no sería difícil que fuesen ellos quienes finalmente canalizasen en sujeto político ese movimiento. Pablo Iglesias, Carolina Bescansa, Juan Carlos Monedero o Íñigo Errejón habían crecido y cobrado de Gobiernos como Venezuela o Bolivia. Y esto fue capital para entender que era una ola a la que se habían subido y habían acrecentado y que podía inundar las instituciones con personas que querían sustituirlas por un sistema menos democrático.
Es cierto que Podemos no es el partido fruto de un consenso asambleario del 15-M, pues allí había mucho inocente desorientado y algunos puristas de la izquierda que no querían entrar en las instituciones, pero quienes ya venían cobrando de ellas vieron la oportunidad para utilizarlo y constituirse en una fuerza de poder político, no para hacer realidad las reivindicaciones de la gente, sino los anhelos de poder de quienes llevaban esperando toda una vida de interinos universitarios aquella oportunidad.
El movimiento político que subyacía en aquel 15-M era convertir en hegemónica a la izquierda tras darse cuenta ésta de que el marxismo limita sus adeptos al reducirlos a la identidad política de la clase obrera. Por eso necesitaban unir las olas de los denominados ismos, como racismo, feminismo, ecologismo… si además se sumaban en aquel momento las reivindicaciones materiales, mejor para “construir pueblo”, pero con fronteras ideológicas basadas en la identidad de los colectivos que proporcionaría la hegemonía de izquierdas junto a un antagonismo con lo de fuera. Nosotros y ellos. Un plan de poder y no de justicia social es lo que siempre fue Podemos.
Debido a su aversión a la nación española, Podemos nunca fue una opción real de gobierno mayoritario, hasta que el PSOE asumió como propios sus postulados
La cuestión nacional siempre fue la asignatura pendiente de aquel populismo, lo que impidió que fuese un movimiento transversal y ganador. Debido a su aversión a la nación española, Podemos nunca fue una opción real de gobierno mayoritario, hasta que el PSOE asumió como propios sus postulados.
De la izquierda materialista del 15-M a la izquierda identitaria actual, este es el camino real de la nueva izquierda. En aquel momento había unas reivindicaciones relacionadas con los perdedores de la crisis, aunque fuese para aprovecharse de su indignación. Hoy, sin embargo, es el cambio climático la principal denuncia del errejonismo, que es lo que queda en pie de todo aquello. Hay quien pueda pensar que a lo largo de estos años se han abandonado muchas banderas sociales por el camino, porque el poder requiere “hacer lo posible”. Sin embargo, acercándonos a lo que sucedió entonces y desde la perspectiva del tiempo, sólo hay oportunistas que quieren vivir de la política que se subieron entonces a la ola de descontento social y que ahora pretenden engancharse a la ola verde que mueve millones para unos pocos, como única forma de mantenerse como parásitos de la sociedad. Ni entonces les preocuparon los problemas materiales de los trabajadores, ni ahora les importa el cambio climático.
Destruir el sistema
La resaca del 15-M es una izquierda de oportunistas ahora verdes, entonces rojos y por el camino morados, que se identifica con una generación de privilegiados de un sistema que les ha permitido no tener preocupaciones materiales. El problema es que la solución que proponen es destruir el propio sistema que ha hecho que el clima sea su única preocupación. Y los afectados de sus propuestas son precisamente quienes sí tienen problemas materiales, los trabajadores.
Es inevitable mirar al 15-M y no señalar Podemos como su herencia. Su ascenso y declive en estos diez años en los que han ocupado las instituciones se resume en lo político en un debilitamiento del edificio constitucional, de la cultura democrática y un empeoramiento de la convivencia. Sin embargo, el saldo materialista es claramente a favor para la clase dirigente de Podemos. Al resto de la sociedad le esperan años de crisis. En esta ocasión es necesario no caer en las recetas populistas que nos han llevado de nuevo a ella. El 15-M no es más que un mal recuerdo para cualquier demócrata liberal. Nunca más.
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