Podemos atraviesa el peor momento de su corta historia. El partido, que cumplirá diez años dentro de unos meses, tiene menos representación que nunca. Pero hagamos antes un poco de historia. El partido se estrenó en las europeas de 2014 y contra pronóstico obtuvo cinco eurodiputados, uno de ellos era Pablo Iglesias, un tipo ya muy popular gracias a su ubicuidad en las tertulias televisivas y al activismo callejero. A partir de ese momento creció como la espuma. En las municipales y autonómicas de 2015 se presentaron con una miríada de siglas, las llamadas candidaturas de unidad popular, que obtuvieron unos resultados francamente buenos. Estas candidaturas, a las que dieron en llamar confluencias, tenían nombres fácilmente identificables para el electorado (Ahora Madrid, Barcelona en Común, Zaragoza en Común, Málaga Ahora, Ganemos Alicante, Si se puede Valladolid, Marea Atlántica de La Coruña y un largo etcétera), por lo que se hicieron con una presencia muy sólida en los ayuntamientos. En algunos casos como Madrid, Barcelona o Zaragoza, consiguieron incluso la alcaldía.
Para Pablo Iglesias esas municipales eran el trampolín de las generales, que se celebraron a finales de año. Ahí vino el primer disgusto, Podemos no consiguió adelantar al PSOE. Quedaron terceros con 69 escaños, pero se quedó cerca, a sólo dos puntos porcentuales. El país se tornó ingobernable porque, aunque el PP había ganado, lo había hecho con sólo 123 escaños. Tras seis meses en funciones se convocaron nuevas elecciones para el 26 de junio. Esta vez Podemos se lo tomó en serio y cerró un acuerdo con IU, que se había presentado en solitario en las de diciembre. Fue el famoso pacto de los botellines porque Pablo Iglesias y Alberto Garzón lo hicieron público mientras tomaban unas cervezas por Madrid. La unión de Podemos e IU alumbró una coalición llamada Unidas Podemos que fue incapaz de mejorar los resultados de diciembre. Se pusieron en 71 escaños con un porcentaje de voto similar. Y lo peor de todo, seguían sin “sorpasar” al PSOE, sin pasokizarle, que era la idea fija de Iglesias para emular la gesta de Alexis Tsipras en Grecia.
Fue ahí, con un partido que tenía sólo dos años y medio de vida, cuando se empezó a hablar de crisis interna y de que Podemos había tocado techo. A lo largo de los siguientes años se sucedieron las purgas y se empezó a abrir una brecha cada vez más grande entre las confluencias regionales y la sede central de Madrid, el célebre núcleo irradiador al que meses antes Íñigo Errejón se había referido en un ininteligible tuit. El partido se sumó a la moción de censura contra Mariano Rajoy en mayo de 2018, pero para entonces ya iba a remolque del PSOE, los sueños de sustituirle se habían evaporado. En 2019 hubo dos elecciones, una en abril y otra en noviembre, y Podemos siguió descendiendo. En abril se quedaron en 42 escaños, en noviembre en 35. Para entonces ya le había salido competencia en su mismo espacio y muchas de las confluencias se habían desintegrado.
Se formó un Gobierno de coalición, el primero desde tiempos de la República, que atenuó el fracaso electoral recurrente. Pero Podemos no se recuperaba, al contrario
Se les presentó entonces la oportunidad de entrar en el Gobierno. El PSOE, que había perdido tres escaños en el segundo intento, les necesitaba para seguir en el poder. Se formó un Gobierno de coalición, el primero desde tiempos de la República, que atenuó el fracaso electoral recurrente. Pero Podemos no se recuperaba, al contrario, en las sucesivas elecciones autonómicas que se fueron celebrando desde 2020 o desaparecía del mapa político, caso de Galicia en 2020, o quedaba relegado a la última posición, caso de Madrid en 2021. Estaban en el Gobierno, pero habían perdido definitivamente la calle y todo el atractivo que les acompañaba en los primeros años.
El desenlace era previsible y se venía anunciando desde hace tiempo. Pablo Iglesias se había retirado de la primera línea y sus ministros eran extremadamente impopulares. Pero ese espacio político, que había superado el 20% de los votos sólo unos años antes, seguía estando ahí en espera de que alguien lo pastorease. Emergió la figura de Yolanda Díaz, una gallega proveniente de IU y que desde el antiguo cargo de Iglesias en el Gobierno en apenas tres meses montó una coalición de distintos partidos a la izquierda del PSOE. Díaz puso condiciones. Estaba dispuesta a aceptar a Podemos, pero sin Irene Montero. En Podemos hubieron de transigir con ello porque los resultados de las elecciones municipales del 28-M fueron desastrosos. Se convirtieron así en uno más dentro de una coalición de veinte partidos políticos, cada uno con su propia militancia y sus propios objetivos.
Al no haber dinero no se puede contratar personal y esto, aparte de disminuir la capacidad de hacerse oír, destruye la clientela que es, en definitiva, la que mantiene a los partidos funcionado
Con sólo cinco escaños en el parlamento, el poder autonómico municipal reducido a la mínima expresión y la posibilidad de salir del Gobierno la estructura del partido es insostenible. Podemos emplea a decenas de personas en sus sedes que en sí mismas cuesta dinero mantener. Los partidos políticos se financian a través de las subvenciones que reciben por cada cargo electo y mediante lo que esos mismos cargos electos y de confianza pagan mensualmente. Una parte les llega por las cuotas de los afiliados, pero éstos no suelen estar al corriente del pago y cuando el partido va a menos en las elecciones son los primeros en marcharse. Crecer es sencillo, hay más dinero y se puede contratar a más gente. El problema viene cuando el partido pierde representación, tiene que encogerse y entran en un círculo vicioso. Al no haber dinero no se puede contratar personal y esto, aparte de disminuir la capacidad de hacerse oír, destruye la clientela que es, en definitiva, la que mantiene a los partidos funcionado.
El ajuste de gastos es, por lo tanto, inevitable. La formación no capta afiliados y ningún banco se atrevería a prestarles dinero. La vía bancaria ni la contemplan así que podrían lanzar una campaña de donaciones, los llamados microcréditos, pero nadie quiere tirar su dinero, más aún cuando Sumar ha recurrido a esas mismas donaciones durante la campaña. No hay de donde sacar, la política es muy costosa y la extrema izquierda está superpoblada de partidos y partidillos, cada uno de ellos con el cazo extendido para dotarse de una estructura mínima que les permita mantener un pesebre de asalariados y personal de confianza con cargo a las instituciones.
Sólo se mantenían en escena por los ministerios que habían acordado en 2019 con Pedro Sánchez. Y ni aun así ha sido capaz Belarra de mantener unido el grupo parlamentario
Pero, que no haya manera de sortear el ERE tras una catástrofe como la de estos dos últimos meses, no significa que algo semejante debiera venir acompañado de algunas dimisiones en la cúpula. Nadie en la dirección se ha hecho cargo de los fracasos electorales en cadena a excepción de Pablo Iglesias, que, tras su batacazo en las autonómicas de Madrid de 2021, abandonó la política aunque manteniendo el control desde fuera mediante personas interpuestas como Irene Montero o Ione Belarra, a quien propuso como secretaria general del partido. Si el Podemos que Belarra heredó hace dos años ya estaba mal hoy se encuentra mucho peor. Sólo se mantenían en escena por los ministerios que habían acordado en 2019 con Pedro Sánchez. Y ni aun así ha sido capaz Belarra de mantener unido el grupo parlamentario. Yolanda Díaz y su coalición, que son quienes les han dado la puntilla, provienen de la bancada de Podemos. Esto vendría a demostrar que, exceptuando un grupo muy reducido que gira en torno al núcleo de Galapagar, el partido ya había saltado por los aires mucho antes.
Ese es el grupo que quiere sobrevivir a la liquidación del partido, ya sea cambiando de siglas o manteniendo el nombre y el historial glorioso de los buenos tiempos. Ambas operaciones son delicadas y no depende enteramente de ellos que salgan bien. Pueden presionar -cosa que ya están haciendo-, para entrar en un hipotético Gobierno de coalición, o echarse al monte y tratar de reinventarse como la verdadera izquierda. Esto supondría que Sánchez no pudiese gobernar ya que necesita los cinco escaños de Podemos para la investidura. La apuesta es arriesgada ya que su pequeño electorado no entendería que dejasen el paso expedito a Feijóo, pero, a cambio, podrían reconstruirse en la oposición. Eso es la idea que acarician algunos dentro de lo que queda de Podemos, un partido nacido al calor de una situación muy concreta hace casi una década y cuya supervivencia en un escenario político muy distinto es toda una incógnita.
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