Bakunin no tenía dientes. Tampoco era un gran trabajador. Incluso sus más cercanos decían que era capaz de escribir sin descanso un par de días, cobrar, y luego tumbarse una semana. Era un maestro del sablazo a amigos y queridas, un okupa en casa de colegas. No escribía de forma sistemática, ni tenía solidez filosófica. Lo que sí sabía aquel aristócrata ácrata era agitar, conspirar y propagar ideas revolucionarias, de esas que disuelven para no dejar nada más que charcos y tragedia. Esto no se consigue solo, claro; reunió a un grupo de adoradores con talento que crearon escuela. Uno de aquellos anarquistas perspicaces fue Errico Malatesta, quien acuñó el lema “gimnasia revolucionaria”.
La idea es bien sencilla: es preciso acostumbrar a la sociedad a pequeñas dosis de violencia “proletaria” y, al tiempo, justificarlas por la “emergencia social”. Estas acciones colectivas, con enfrentamientos callejeros, consignas y banderas, deben servir de entrenamiento, de “gimnasia” para la preparación del encuentro final contra el orden burgués; esto es, en espera de la sacrosanta y taumatúrgica “revolución”. Es, para entendernos, la versión madura y con estudios del “hace falta tensión” de Zapatero.
La idea triunfó en España, cómo no. El pueblo, decían, no estaba todavía preparado para “la revolución”, por lo que había ir generando en la opinión pública la sensación de que la grave situación social y el engaño institucional solo dejaban una vía: la explosión de violencia. Por supuesto, todo debía parecer espontáneo, aunque los hilos de los profesionales de la revolución se vieran a kilómetros.
Esos revolucionarios profesionales sueñan con que brote un enemigo tan violento y totalitario como ellos. Necesitan su némesis, y por eso se la inventan. "¡Fuera el fascismo!"
Ni que decir que Mayo del 68 y sus aledaños se apropiaron de aquella estrategia del anarcobolchevismo. Intelectuales y estudiantes burgueses que jugaban a contradecir a papá y a mamá vieron en la “gimnasia revolucionaria” una obligación moral. No importaba que los anarquistas de la FAI hubieran usado el lema para asesinar, torturar y robar durante la Guerra Civil, ni que fuera contraproducente pedir la paz en Vietnam y, a la vez, defender el genocidio de la Revolución cultural china. Todo valía para hacer la revolución de juguete: desde un adoquín hasta un porro.
Pero además de toda esta pantomima de serie nostálgica y progre de televisión, seguían estando los revolucionarios profesionales, los desdentados de Bakunin, esos que nunca habían dado un palo al agua, que vivían del sablazo familiar, y que, poco después, conseguían un buen puesto burgués.
El teatro es hoy el mismo: concejales enriquecidos y aburguesados agitan la calle, inducen y justifican la violencia, y claman contra la “emergencia social” provocada por el “malvado capitalismo” y ésta “democracia ciega”. Son pocos, pero ruidosos y violentos. Apenas juntan dos puñados, y sin embargo ocupan minutos y minutos de desgarros indignados en la tele.
No hay famélicas legiones reclamando lo que piden, pero ellos, esos políticos que juegan a revolucionarios, se hacen hoces y martillos en el pecho prometiendo que son demandas generales y acuciantes. “Otro mundo es posible”, pero solo es posible el que ellos quieren dictar. Con sus millonarios sueldos y coches de lujo, casas y secretarios, sin currículum válido para la empresa privada, claman contra las desigualdades.
La diferencia con otros momentos históricos es que quien hoy promueve la citada “gimnasia” está en las instituciones, dando órdenes con el iPhone desde el BMW"
Esos revolucionarios profesionales sueñan con que brote un enemigo tan violento y totalitario como ellos. Necesitan su némesis, y por eso se la inventan. “¡Fuera el fascismo!”, gritan hasta la extenuación. Pero en España, afortunadamente, no hay una organización fascista que ocupe más de un taxi. Da igual. Sacan a sus tropas de asalto, hacen volar sillas contra la policía, queman mobiliario urbano por valor de cien mil euros, roban tiendas, rompen coches, espantan al turismo, e insultan a todos los que no piensan como ellos.
Es la “gimnasia revolucionaria”, que diría el italiano Malatesta. Ha existido siempre, desde que a Bakunin se le ocurrió en las calles del París de 1848. Son cuatro ejercicios básicos: agitar, crear conflicto, recurrir a la violencia, culpar al sistema.
Los nostálgicos del 68, cuya murga es audible a dos meses del cincuentenario, envuelven esa estrategia en romanticismo y humanitarismo. Nada más lejos de la realidad: es instrumentación de la gente en beneficio propio. La diferencia entre otros momentos históricos y el actual es que hoy, quien promueve la citada “gimnasia” está en las instituciones. Sí, ahí están, dando órdenes con el iPhone, mientras viajan con su BMW para no mezclarse con los burgueses sin conciencia social.
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