Donde no se respeta la propiedad privada no hay democracia. El derecho a la propiedad, como señaló Hayek, no se refiere solo a bienes inmuebles u objetos materiales, sino a dos aspectos más: la vida y el resultado del trabajo. Desde el momento en el que un Gobierno puede hacer y deshacer sobre la propiedad privada, el ejercicio de las libertades que comporta la vida, y el resultado del trabajo de las personas; es decir, expropiar, matar o robar, se emprende el camino de la servidumbre. No solo es por acción, sino también por omisión. Esto significa que si el Gobierno, con todo el aparato estatal, no sirve para asegurar esos tres pilares, la democracia liberal hace aguas.
Por esta razón, el derecho a la propiedad, al disfrute de la propia existencia y de los beneficios obtenidos en ella gracias al propio esfuerzo o herencia, es el pilar de toda sociedad contemporánea que se digne llamar democrática. Sin la posesión de los efectos de nuestra libertad, no hay democracia que valga. Esto es justo lo que se quiere cargar la izquierda.
Desde que la ideología del mitificado Mayo del 68 se convirtió en la religión secular, el derecho a la propiedad es un chiste. Nuestra propia Constitución dice que tiene una “función social” determinada por el Gobierno de turno. ¿Qué puede significar esto? Que la soberanía del Estado está por encima de la soberanía del individuo, de su libertad y, por tanto, de su libertad. De esta manera, el Estado se autoriza a sí mismo a incautar los bienes de cualquiera -como hace Hacienda constantemente-, y utilizarlos en eso que los cursis llaman “bien común”. Además, la Constitución de 1978 establece el “derecho a disfrutar de una vivienda digna” como un principio rector de la política económica y social. Bien. Para cualquiera debería estar claro que una cosa es un derecho fundamental -el de propiedad- y otra un principio rector -el relativo a la vivienda-.
En la guerra cultural que planteó la izquierda contra los pilares de la mentalidad liberal establecieron la “okupación” como algo justo y lógico. El movimiento de okupación se ligó a movimientos “antifascistas” y “anticapitalistas”, que veían en la reivindicación de una casa un modo de dar solución a un problema social y, al tiempo, una forma de dinamitar el sistema.
Podemos se dedicó en los años 2015 y 2016 a hacer campaña contra la propiedad privada de inmuebles -quién lo diría ahora viendo cómo viven los Ceaucescu-. Intentaron apropiarse del movimiento antidesahucios, con el que ahora están enfrentados, y promovieron la okupación de edificios públicos para “actividades sociales”. Era la idea de empezar la revolución por los barrios, que era una estrategia tomada del mundo batasuno, y que luego triunfó en Cataluña de la mano de la CUP. Por eso gritan cosas como “Fuera fascistas de nuestros barrios”. De ahí surgió cierta fuerza de Podemos que tenía el “Patio Maravillas”, “Tabacalera” o “La ingobernable”, en Madrid, como lugares emblemáticos.
La okupación se ha duplicado desde que los podemitas están en la vida política. En seis años se ha pasado de 7.500 viviendas okupadas a 15.000. La inseguridad jurídica genera una preocupación social
Así llegó Manuela Carmena a alcaldesa de la capital, que fue una auténtica calamidad. No solo hubo más desahucios que nunca -más allá de 13.000 en cuatro años-, sino que la okupación quedó en manos de las mafias. ¿A cuánto “venden” los mafiosos la información de que una casa se puede okupar? A unos 1.500 euros si es de un particular, y el doble si la casa pertenece a un Banco o una Financiera, a los que los podemitas llaman “fondos buitres”. El motivo es que éstos tardan más en reclamar y no recurren a empresas de desalojo. También hay okupas profesionales que son utilizados por las mafias para extorsionar a los propietarios: les devuelven su casa a cambio de 10.000 euros.
¿Quién hace la campaña que legitima la okupación de viviendas de los “fondos buitres”? Podemos y sus spin-off. Estos comunistas con ropaje populista han difundido la idea de que el derecho a la vivienda ajena está por encima del derecho a la vivienda propia. Por esta razón en 2018 recurrieron al Tribunal Constitucional la ley de desahucios exprés contra los okupas porque no se les aseguraba antes una “solución habitacional”. De esta manera, se premia al infractor de la ley y se castiga al cumplidor.
El resultado es que la okupación se ha duplicado desde que los podemitas están en la vida política española. En seis años se ha pasado de 7.500 viviendas okupadas a 15.000. La inseguridad jurídica genera una preocupación social. Esto es mayor si la ley no protege al propietario, que sufre un auténtico calvario para echar a los delincuentes de su casa, en procesos que duran años, y el discurso legitimador se lo hacen los políticos, ahora en el Gobierno.
Fíjese uno en lo que ha pasado en Barcelona: desde que es alcaldesa Ada Colau, adalid de la lucha contra los desahucios y promotora de la okupación, la invasión de casas por las mafias y sus clientes se ha multiplicado. No olvidemos tampoco que la ley de 1985 permite a los okupas la aberración de empadronarse en la casa okupada, y que pasadas 48 horas no es posible el desalojo inmediato.
El asunto es que los enemigos de la propiedad ajena, los mismos que trabajan por una sociedad cerrada, sin libertad, están en el poder. ¿Para qué quieren los podemitas un país que organice su progreso sobre la base del esfuerzo personal, el mérito y el estudio si a ellos no les ha hecho falta y, además, así pueden mantener dependientes de su Gobierno al resto de españoles? Pues eso.
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