Recuerdo con cierta nostalgia cuando, allá por 2014, la irrupción de Podemos en el panorama político llevó a los intelectuales patrios a buscar una definición del término “populismo”. Se llegó a cierto consenso para describirlo como una tendencia política que ofrece soluciones fáciles a problemas difíciles arrogándose la representación popular. Explicaron su triunfo en las carencias económicas y financieras de la sociedad. Bendita ingenuidad.
El populismo ha demostrado ser mucho más complejo: un engendro mutante que parasita reivindicaciones ciudadanas ampliamente aceptadas y se adapta a ellas con el objetivo de vaciarlas de contenido y nutrirlas de un nuevo significado que se amolde a sus necesidades. Lo estamos viendo a diario con el feminismo, con el escudo social o, en los últimos meses, con el constitucionalismo. ¿Quién va a mostrarse contrario a la igualdad ante la ley de hombres y mujeres, a que el Estado intervenga en la protección de los más débiles o a que se respeten los derechos y libertades contemplados en la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico?
Sólo que ahora ser feminista implica asumir que la biología convierte a las mujeres en víctimas y a los varones en victimarios por el mero hecho de serlo, lo que aboca a que las hembras tengamos que ser resarcidas por las penurias sufridas tiempo atrás en manos del heteropatriarcado. Y esa reparación se materializa tanto en leyes que subvierten derechos fundamentales como la presunción de inocencia cuando el sujeto pasivo del delito es una mujer, como en innumerables chiringuitos millonarios creados para ser colonizados por quienes esgrimen el carnet del partido. Es una definición del feminismo que saben que muchos vamos a rechazar o matizar. Pero cuidado con verbalizarlo públicamente porque serás tildado de machista, extremista o radical.
El Estado garante da paso a uno asistencial, en el que el hambre y el miedo a la pandemia son las premisas en base a las cuales la sociedad civil renuncia a sus libertades
Otro tanto sucede con el escudo social. Han transformado la necesaria protección estatal de los sectores más necesitados de la sociedad en un instrumento para dinamitar el emprendimiento y la riqueza. El Estado garante da paso a uno asistencial, en el que el hambre y el miedo a la pandemia son las premisas en base a las cuales la sociedad civil renuncia a sus libertades y se las entrega a sus dirigentes a cambio de un plato de lentejas. Lo que viene a ser el comunismo, vaya.
Tiene narices que el portavoz de uno de los partidos del Gobierno de coalición, Pablo Echenique, exprese en Twitter que el ascensor social no funciona porque los poderosos que viven en los áticos han cortado los cables. Que alguien le diga a Echeminga de mi parte que el único ascensor social que este Gobierno ha demostrado saber hacer funcionar a las mil maravillas es el de la política. Miren a Su Sanchidad colocando a dedo a decenas de amistades en las instituciones con sueldos astronómicos. O a Pablo Iglesias e Irene Montero, que ya no recomiendan las series que ven en un televisor vallecano, sino desde su chaletazo millonario en Galapagar. O a Adriana Lastra, que se molesta cuando le preguntan por su experiencia y formación mientras ofende a la inteligencia cada vez que abre la boca. Por no hablar de la burbuja de las carreras universitarias y los másteres o doctorados fake de muchos políticos, que sólo se explican desde la militancia partidista.
Y ni hablamos ya del constitucionalismo. Ver a Sánchez tildar de inconstitucionales a los partidos que se niegan a aceptar sus imposiciones en la renovación del CGPJ mientras los chantajea con modificar la ley para poder designar a los miembros a su antojo causa sonrojo y vergüenza ajena. Porque lo de llamar valientes, patriotas o constitucionalistas a la patulea de Bildu, ERC y demás nacionalismos periféricos mientras se tilda de poco menos que de antidemocrática a la oposición es directamente vomitivo. Pero al igual que usan el feminismo como justificación para vulnerar derechos fundamentales o el escudo social para transicionar hacia una economía de subsistencia, están manipulando el constitucionalismo para, en su nombre, ejecutar con la nueva mayoría escenificada en los Presupuestos las modificaciones legislativas que propiciarán el cambio de régimen sin necesidad de tocar una coma a la Constitución.
Falta de transparencia
En ello están, rebajando el tipo penal de sedición, ideologizando el Poder Judicial a través del cambio del sistema de elección del CGPJ y las condiciones de acceso a la judicatura, o inaugurando el ministerio de la Verdad Gubernamental. Ahí los tienen, calificando de bulos las opiniones críticas contra el Ejecutivo mientras se limpian el culo metafórico con las resoluciones del Consejo de Transparencia que le instan a informar sobre la identidad de quienes integran el comité de expertos o sobre los viajes en el Falcon de Su Persona. Aún recuerdo cuando montaban escándalos por el consumo de copas y canapés en el avión presidencial durante el gobierno de Rajoy. Está claro que para un amplio sector de la población, la ideología actúa como eximente. Y lo de Sánchez diciéndole a Piqueras en prime time que quienes nos mostramos críticos mentimos porque España no se ha roto y no está gobernada por bolcheviques ¿qué les parece? Cualquiera diría que nos ésta acusando de tener demasiadas expectativas cortoplacistas. Que nos está pidiendo tiempo para evidenciar la propiedad conmutativa entre el bolchevismo y el chavismo.
El objetivismo en el que se asentaron las democracias liberales se está diluyendo en una suerte de relativismo sentimental
Ya ven, queridos lectores, en lo que consiste realmente esto de la hegemonía populista: en una prostitución intelectual que impregna el lenguaje de ideología para que ésta cale en la sociedad. El objetivismo en el que se asentaron las democracias liberales se está diluyendo a pasos agigantados en una suerte de relativismo sentimental, en base al cual se escora legalmente el razonamiento y se institucionaliza el sentimiento: todo se justifica en aras a la consecución de la felicidad de las identidades colectivas.
De manera progresiva, las cosas en torno a las que existía consenso dejen de ser lo que eran y lo que antes era común ahora es propiedad de un partido. O se compra la terminología gubernamental con sus nuevos significantes y accesorios, o se coloca uno fuera. De esta manera, lo que antes era sistema pasa a ser antisistema por obra y gracia del adoctrinamiento institucional y mediático. Mientras esto sucede, la oposición renuncia a hacer honor a su nombre y se dedica a escenificar juegos malabares que le permitan reposicionarse políticamente dentro de este nuevo esquema para no ser identificados como subversivos.
La famosa hegemonía cultural que tanto le gusta a estos nuevos gramscistas persigue, básicamente, demoler hasta los cimientos el Estado de derecho, porque les estorba en su carrera hacia el poder omnímodo. Han aprendido que el proceso cosecha mejores resultados cuando se hace con la gente, convenciéndola de que van a convertir en derechos esas reivindicaciones mayoritarias, que contra la gente, imponiéndoles revoluciones en nombre de ideologías caducas. Una implosión calculada que consiga desde dentro, desde los ministerios, lo mismo que un estallido callejero: la voladura de nuestras instituciones tal y como las conocemos. Ya saben lo que dijo Carmen Calvo, que las revoluciones contemporáneas se hacen desde el BOE. Jugar con dinamita política está de moda, pero que nadie olvide que, tras una gran explosión, no quedan nada más que cascotes, cenizas y desolación.
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