Tras seis victorias electorales en 16 años, tres referéndums de reforma constitucional y un golpe de Estado fallido, Recep Tayyip Erdogan ha llegado al final del camino. Desde el domingo es el hombre que más poder ha acumulado en Turquía desde Mustafa Kemal Atatürk. Conseguirlo no ha sido fácil, tampoco rápido. La república laica que Atatürk fundó en los años 20 del siglo pasado estaba lejos de ser una democracia equiparable a las de Europa occidental, pero distribuía el poder entre los distintos agentes de tal manera que nadie en Turquía podía llegar a convertirse en sultán.
El kemalismo, de inspiración europea, era caudillista, pero sólo con el fundador. Una vez muerto éste en 1938 la república quedó sostenida por un alambicado juego de equilibrios entre los partidos políticos, el Gobierno de turno y el ejército. La república contaba con un presidente, pero en buena medida era una figura decorativa sin apenas poder efectivo.
Hasta 2014 el presidente de Turquía le debía el cargo a la Asamblea Nacional, no al pueblo. Eso ya de por sí limitaba mucho sus facultades. De todo lo demás se encargaba la Constitución, aprobada en 1982 tras salir de la última dictadura militar. Hoy la Constitución está ya un tanto desfigurada. Erdogan la ha reformado en tres ocasiones. La primera en 2007 para que el presidente fuera elegido por sufragio universal, la segunda en 2010 para desposeer al ejército de algunas prerrogativas heredadas de la dictadura, y la última en 2017 para reforzar la presidencia aboliendo el cargo de primer ministro. Las tres fueron sancionadas en referéndum por mayoría absoluta.
Podría decirse que Erdogan ha manipulado la democracia a su favor valiéndose de todos los resortes del Estado, pero lo ha hecho con el beneplácito mayoritario de los turcos
Aquello supuso la transición aproximadamente pacífica de una república parlamentaria a una de tipo presidencialista, que era donde Erdogan quería llegar desde que fue elegido primer ministro en las elecciones de 2002. Podría decirse que ha manipulado la democracia a su favor valiéndose de todos los resortes del Estado. Pero, de ser así, lo ha hecho con el beneplácito mayoritario de los turcos, que le han ido renovando la confianza una elección tras otra.
Porque, aunque en Occidente nos parezca sorprendente, Erdogan es extremadamente popular en Turquía. Se ve que los turcos valoran más los grandes avances materiales que se han producido durante su Gobierno que asuntos a su juicio menores, como el silenciamiento sistemático de la oposición o la represión despiadada que desató contra periodistas, jueces, militares y profesores tras el intento de golpe de julio de 2016.
Es por ello asombroso que en las elecciones del domingo tantos turcos aún se resistan y sigan votando a los tres principales partidos de la oposición: el socialdemócrata CHP, el liberal IYI y el pro kurdo HDP. En total un 48% del censo votó en contra de Erdogan a pesar de que los medios de comunicación se abonan mayoritariamente a las tesis oficialistas, y de que el Gobierno ha echado el resto en los últimos meses disparando el gasto público para evitar que una crisis económica agazapada tras el horizonte hiciese acto de presencia en el peor momento.
La democracia en Turquía no ha muerto del todo. La victoria de Erdogan es contundente, le ahorrará la segunda vuelta en las presidenciales y ha conseguido mayoría absoluta en la Asamblea Nacional. Pero no es una victoria total. Algo así o incluso peor se temían los estrategas del Gobierno cuando adelantaron año y medio y por sorpresa las elecciones, que debían celebrarse en noviembre de 2019 con la ley electoral nacida de la última reforma constitucional.
A pesar de todo, a pesar de que los medios de comunicación se han abonado a las tesis oficialistas, un 48% del censo votó en contra de Erdogan
Erdogan se la saltó alegremente reinterpretándola para pillar a socialdemócratas y liberales con la guardia baja y con el líder del partido kurdo en la cárcel acusado de apoyar a los terroristas del PKK. Necesitaba las elecciones cuanto antes para disponer de los nuevos poderes que ahora, tras la reforma constitucional, corresponden al presidente. Algunos entran dentro de lo previsible en una república presidencialista, como designar a los ministros. Otros no tanto, como nombrar a los jueces sin pasar por el parlamento.
Reinará, y lo hará con poderes semiabsolutos, pero sobre una Turquía dividida en tres partes irreconciliables. Una entregada al erdoganismo, otra pro europea y otra kurda que se ha declarado en rebeldía. Las tres se corresponden con áreas geográficas bien delimitadas. Erdoganlandia está formada por Anatolia y la región del mar Negro. Las costas del Egeo y Tracia oriental son el feudo de socialdemócratas y liberales. El Kurdistán, localizado en el cuadrante sureste junto a las fronteras con Siria, Irán e Irak, ha roto definitivamente con el resto del país y ya habla directamente de independencia.
A Erdogan no le preocupan tanto los europeístas como los kurdos, que a sus tradicionales demandas de autonomía añaden un recrudecimiento de su actividad terrorista, aprovechando el maremagno provocado por la guerra de Siria. No es un asunto menor este. La población kurda constituye un 25% del total del país, 20 millones de personas con derecho a sufragio. De ahí que los esfuerzos de Ankara han ido encaminados a diluir y dividir este voto reorganizando las circunscripciones del Kurdistán para reducir el número de colegios electorales. Junto a eso, varios centenares de candidatos kurdos han sido arrestados e interrogados y el líder del partido y diputado en la Asamblea Selahattin Demirtas está en prisión desde hace más de un año.
Pero de nada ha servido. El HDP ha ganado votos y escaños y es hoy más fuerte que antes de las elecciones. La estrategia de la tensión simplemente no funciona, al menos en el Kurdistán. Erdogan debería descontarlo porque a partir de ahora todo será desgaste.
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