En el Título III de la Constitución se establece que las Cortes Generales representan al pueblo español, ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno, además de otras atribuciones encomendadas por las leyes. Respecto a sus miembros, Diputados y Senadores, ese mismo título señala que no estarán ligados por mandato imperativo alguno. Cuestión distinta es que sea un hecho de general aceptación, sin generar sorpresa alguna que Diputados y Senadores voten siempre conforme a la disciplina del grupo parlamentario en que se encuadran y que si, en alguna ocasión excepcional, la transgreden, esa transgresión produzca escándalo y termine sancionada sin impugnación alguna.
La independencia, el desligue de cualquier mandato imperativo, es cuestión aún más capital en el caso del poder judicial del que trata el Título VI de la Carta Magna. En él se establece que está integrado por Jueces y Magistrados a los que se confiere el carácter de “independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley”.
Esas notas definitorias se traducen en que no puedan ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados, sino por alguna de las causas y con las garantías previstas en la ley. Resultan, así, inatacables por los ácidos. Por eso, en aras de sustraerles a los agentes de la intemperie, Jueces y Magistrados, así como los Fiscales, mientras se hallen en activo, no podrán desempeñar otros cargos públicos, ni tampoco pertenecer a partidos políticos o sindicatos, quedando, además, sometidos a un régimen de incompatibilidades que deberá garantizar su total independencia. Bajo las anteriores coordenadas, los integrantes del poder judicial parecerían a salvo de todos los fangos.
El Tribunal Supremo y el Constitucional
Pero aún queda el rescoldo de la legítima ambición de escalar al Supremo, al Constitucional o al Consejo General de Poder Judicial, única que podría desviarles de la imparcialidad con ánimo de granjearse los apoyos necesarios para alcanzar algún nombramiento donde culminar su carrera. Como dicen las Reales Ordenanzas en la provisión de esos cargos debería imperar la ponderación de méritos y capacidades de tal modo que “nadie tuviera nada que esperar del favor ni temer de la arbitrariedad”.
Por eso, avergüenza la obscenidad del reparto de asientos en el Consejo General del Poder Judicial, las candidaturas que se van conociendo para encumbrar a los dóciles, así como los vetos para eliminar a los insumisos. Se trata de un juego perverso que termina eliminando a los valiosos y promoviendo a los incapaces, siempre en estado de disponibilidad para la práctica de cualquier vileza. Por ejemplo, el magistrado José Ricardo de Prada debería sentirse tan honrado por el veto del PP como preocupado por el apoyo del PSOE. Lo mismo podría decirse de la juez Victoria Rosell, exdiputada de Podemos y actual delegada del Gobierno para la Violencia de Género a cuya carrera viene a perjudicar el amparo de UP por mucho que pudiera enaltecerla el veto de los populares.
A la inversa sucede con el juez Alejandro Abascal a quien prodiga su animadversión Pablo Manuel Iglesias, el último de los incorporados a la fiesta de la piñata. Qué escondida la senda por la que han ido los más decentes como Manuel Marchena, capaz de renunciar a la presidencia del Supremo y del CGPJ cuando advirtió que se manoseaba su nombre y se le quería encasillar como un secuaz por quienes pensaban que al designarle le convertían en parte de su servicio doméstico.
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