Opinión

Podría ser mi hijo

Siempre ocurre. Siempre ha ocurrido. Hay historias, casos que conectan instantáneamente con la sociedad, que hacen click, que atraen como un imán. No hay un motivo, ni un porqué, pero pasa. Y ha vuelto a pasar.

Es miércoles por la mañana

  • El joven fallecido Álvaro Prieto

Siempre ocurre. Siempre ha ocurrido. Hay historias, casos que conectan instantáneamente con la sociedad, que hacen click, que atraen como un imán. No hay un motivo, ni un porqué, pero pasa. Y ha vuelto a pasar.

Es miércoles por la mañana. Escribo esto mientras afuera luce un sol otoñal que no termina de arrojar luz sobre los muchos historiales que recopila SOS DESAPARECIDOS desde que se creó en 2007. Llevo varios minutos ojeando la web. No sé bien qué hago aquí, pero de pronto me veo atrapada en una red de instantáneas, rostros, datos, descripciones y fechas de la mañana, la tarde o la noche -qué más da el momento exacto- en el que se perdió el rastro de tantas y tantas personas en nuestro país. Bianca. Gabriel. Cristina. Ignacio. Pedro. Nombres y más nombres y encabezando todavía esa lista macabra, el de Álvaro Prieto. Como si a estas alturas aún quedara alguien por saber que él sí que apareció, que lo hizo en directo, el lunes, de la forma menos esperada, más dolorosa, en la televisión pública, ante miles y miles de espectadores… aunque para entonces ya era un cadáver; la imagen de su cuerpo atrapado entre dos vagones, viral; y el daño hecho a sus padres, irreparable a pesar de los perdones que siempre llegan tarde.

Varias veces y de diferentes bocas escuché esa frase en mi entorno ese mismo lunes mientras, de fondo, periodistas y tertulianos de poca monta diseccionaban en la tele la cronología de los hechos

No se habló de otra cosa ese día. Como si las guerras varias, los precios, la batalla por la investidura, como si todo lo demás hubiera desaparecido también con el joven cordobés. ¿Por qué nos atrapó su historia? ¿Por qué abrió todos los programas de televisión casi desde el mismo instante en el que se apagó su teléfono en la madrugada del doce de octubre? ¿Por qué nos tuvo a todos pegados a la pantalla o rebuscando sus últimos pasos en los periódicos? ¿Por qué inundaba las redes sociales? No tardé en encontrar la respuesta en apenas cuatro palabras: “podría ser mi hijo”. Varias veces y de diferentes bocas escuché esa frase en mi entorno ese mismo lunes mientras, de fondo, periodistas y tertulianos de poca monta diseccionaban en la tele la cronología de los hechos y se vanagloriaban de no haber sido los vilipendiados autores de la “exclusiva” del cadáver… cuando lo cierto es que me atrevería a escribir, sin que me tiemble el pulso, que en el momento de la fatídica retransmisión hubo directores de la competencia abroncando a sus reporteros en el lugar por no haber visto el cuerpo primero. Porque así es este oficio, le pese a quien le pese. Un oficio desvirtuado hasta el punto de tener que escuchar en una de esas mesas de opinión tan de moda, en las que todos caben y en las que todo tiene cabida, a una cantante y actriz como Lolita haciendo reflexiones y preguntas absurdas a un representante de ADIF y poniendo en un aprieto a la presentadora de turno. Todo vale en estos tiempos carentes de rigor y seriedad.

Hay días en los que me avergüenza mi profesión y últimamente son muchos. Tengo la sensación de que no pensamos lo suficiente en los lectores, en las personas que están al otro lado del objetivo, en las familias afectadas, en las víctimas. Ni en su dolor, ni en su inteligencia, ni en su sensibilidad, aun conscientes de que son ellas a las que nos debemos, a las que les debemos una verdad bien contada, posibles respuestas cuando abundan las preguntas.

Como si una mano sin brazo le hubiera empujado por la fuerza al abismo desde el instante en el que salió de casa para no regresar jamás

Lo cierto es que, en este caso, cada día que pasa son menos los interrogantes que quedan por esclarecer. Ya sabemos prácticamente todo lo que hizo Álvaro en los minutos que separan la muerte de su teléfono de la suya propia electrocutado en una estación con sólo 18 años. Como si una mano sin brazo le hubiera empujado por la fuerza al abismo desde el instante en el que salió de casa para no regresar jamás. Fue quizá su imagen modélica la que provocó un pellizco, una punzada en un país en vilo por un desenlace que resultó fatal. Fue quizá su apariencia, su corte de pelo, su estilo, su rostro sonriente y de niño bien. Fue quizá algo que se siente, pero no se ve en las fotografías difundidas lo que hizo que miles de personas reconocieran en él, a su propio hijo.

Siempre ocurre. Siempre ha ocurrido. Hay nombres y apellidos que quedan en el recuerdo popular ligados a la tragedia y hay tragedias que jamás salen de las paredes de un hogar, aunque en todas podamos encontrar nuestro reflejo; aunque en todas podamos distinguir la sombre de uno de los nuestros.

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación Vozpópuli