“La política identitaria es leña seca para la hoguera de las frustraciones populistas”
Tras los tensos acontecimientos que tuvieron lugar el segundo semestre de 2017 en Cataluña, marcados por una fuerte impronta de un carlismo postmoderno (por emplear un adjetivo utilizado en su día por Daniel Gascón) que pretendió legitimar en urnas chinas el (segundo) viaje a Ítaca, se puede afirmar que, a partir de esa insumisión institucional con el fin no disimulado (estrategias legítimas de defensa aparte) de destruir el sistema constitucional y crear uno ex novo a imagen de los presuntos vencedores y desterrando del paraíso a los perdedores, la política y la propia sociedad catalana quedó anegada por el chapapote del asfalto con el que se pretendía construir la autopista hacia la independencia. El choque brutal del buque del procès contra las rocas del Estado Constitucional de Derecho, después de un chapucero y accidentado viaje plagado de permanentes aplazamientos y no pocos ensueños (fruto sin duda de los delirios de quienes confeccionaron sus cartas de navegación), supuso verter cantidades ingentes de chapapote sobre una sociedad que ya vivía un alto estrés tóxico de mala política, tanto desde un centro gubernamental que se puso de perfil (y optó también por la chapuza como medio de acción) como en la cabina de mando del barco que navegaba hacia la independencia. Y después de ese accidente, que nadie previó (¿?) y nadie supo o quiso parar (¿?), el asfalto ideológico que contenía el citado buque se esparció sin orden ni concierto como mancha pegajosa por todo un país. Y ahí sigue anegándolo todo.
En plena tormenta final, el capitán interino del barco (cargo provisional que recibió del auténtico capitán o l’hereu, este último denostado por la parte de la tripulación más rebelde y a la larga inmune al destrozo causado), asesorado por un marino vasco más ducho en tales lides, inició una maniobra de aproximación a puerto seguro que cuatro voces airadas sin apenas eco tacharon de traidora en un día aciago que marcó el futuro para muchos años. Y así las cosas, el capitán interino rápidamente plegó velas, saltó del barco y procedió a la fuga, dejando que el resto de la tripulación (salvo algunos otros valientes como él, que también pusieron pies en polvorosa) pagara los platos rotos de tan desafortunado viaje.
La política y la sociedad catalanas han quedado anegadas por el chapapote del asfalto con el que se pretendía construir la autopista hacia la independencia
Ese capitán sin honra pretende eternizar su provisionalidad en su legitimismo prófugo y reflotar, así, una nave que sigue encallada soltando chapapote desde el control remoto del poder institucional. Es su misión en la vida, la única; sin ella no es nadie. Y para reflotar el monocasco designó a un timonel sin experiencia, con escasas o nulas luces para la política (un arte que requiere razón práctica y no argumentos de hormigonera). Pero la nave sigue varada, el país paralizado, con huellas más que evidentes de un desastre que nadie, tampoco sus propios impulsores, termina por resolver. Tras el duro choque, el paisaje político y social (especialmente seria es la huella de las relaciones humanas rotas) de ese país llamado Cataluña en nada se parece a lo que fuera antaño. Y, probablemente, nunca vuelva a ser lo que fue, sino otra cosa. El seny murió y se impuso la rauxa. Tiempo tendrá la Historia de ajustar los hechos y repartir responsabilidades (aparte de lo que hagan o dejen de hacer los tribunales). No es función mía. Menos aún en un barrizal de pasiones y banderas, de odios incubados e insultos cruzados. La seriedad en política no es solemnidad, sino responsabilidad y respeto a las reglas del juego. No hay democracia que valga en la ley de la selva.
Sí quisiera poner de manifiesto, sin embargo, algo obvio: ese chapapote que inundó la sociedad y la política catalana llegó con fuerza también a la política y a la sociedad española, pues de una grave crisis de Estado se trataba (¿o es que hemos perdido la memoria?), aunque sus peores efectos se hayan producido inicialmente en la zona cero de la catástrofe. No deja de ser dramático que, con todo lo que tiene pendiente de llevar a cabo este país llamado España, con los retos inmediatos y estratégicos a los que debe hacer frente la política en los próximos años (sistema de pensiones incluido), la cuestión independentista catalana, que se planteó (y aún sigue encallada en esa lógica) en clave de discurso excluyente e intolerante (así como también nacional-populista), haya terminado por condicionar todo el debate (o, mejor dicho, el griterío) político; y, peor aún, retroalimente expresiones de nacionalismo populista español, también excluyente e intolerante, que pretende resolver un problema negando su existencia o por asfixia de sus síntomas. Dado que el país y su entorno es de todos, limpiar ese chapapote es tarea solidaria, aunque los voluntarios están ausentes de esa causa y los políticos siguen interesados en que la catástrofe se mantenga (unos para hacer de bomberos pirómanos y los otros de salvadores de patrias), pues réditos electorales produce. Y, al parecer, no menores.
La política española está, hoy en día, atravesada por ese magma de chapapote que todo lo condiciona, despierta los peores demonios, carga las emociones más viles, ciega la razón y castra el necesario (e inexistente) debate político sereno y efectivo. En esta larga o eterna campaña electoral de tres meses y medio lo veremos hasta el hartazgo (mientras en paralelo se cocina el otro proceso, del que hoy no toca hablar; pero que se cruza inevitablemente en el puzzle político-electoral). Unos y otros hacen uso del chapapote para tirárselo a la cara del enemigo, que ya no adversario. Lo estamos viendo y será la imagen pueril de una política adolescente, por emplear un término empleado por Víctor Lapuente, que juega por parte de todos con elementos altamente explosivos sin tener ni puñetera idea sobre cuáles son sus letales consecuencias. Quien pretenda construir así un marco de convivencia democrática, proceda de un sitio o de otro, es un ingenuo o, peor todavía, un soberano cínico.
David Runciman nos advierte de una seria amenaza: la democracia puede tener en el siglo XXI una alternativa real en el ‘autoritarismo pragmático’
En cualquier caso, sería vano echar toda la culpa del fango en el que se mueve la política española a ese renacer del nacionalismo populista excluyente de uno y otro lado. La cosa viene de atrás. El populismo, nacionalista o extremista, cuando no aquel empaquetado por el poder de turno, ya estaba con nosotros. En todo caso, no solo son las identidades colectivas su motor (aunque también), pues también hay otras muchas fuentes que explican los importantes movimientos tectónicos que están teniendo lugar en las sociedades democráticas contemporáneas (de las cuales el volcán independentista catalán puede verse, incluso, como una mera réplica de lo que en el fondo del paisaje político sucede). Se trata de movimientos que afectan tanto a las expresiones políticas emergentes como a las descendentes; placas que, en efecto, están alterando la estructura de nuestra sociedad y alimentando que el populismo como ideología política haya venido para quedarse largo tiempo, erosionando –si no destruyendo- la democracia y sus instituciones. Y esto último, al menos, es su objetivo.
Aquí está la verdadera batalla. Si se pierde, nada será como antes. La embriaguez de populismo que nos acecha es el síntoma más evidente de ese mal, que ha terminando echando raíces profundas también en nuestro país. En su último ensayo, cita que abre este artículo, David Runciman nos advierte de una importante amenaza: la democracia puede tener en el siglo XXI una alternativa real en el autoritarismo pragmático. Como reconoce este profesor, no es fácil que tal fórmula se implante (a corto plazo) en las sociedades democráticas occidentales, pero no cabe descartarlo. Depende cómo se hagan las cosas. Por tanto, mejor no juguemos con fuego, ni menos aún aprendamos su significado -como decía Azaña- abrasándonos las manos una y otra vez. Otra catástrofe más en nuestro dañado y frágil ecosistema político-institucional (que algunos pretenden arrumbar sin disimulo) tendría, a no dudarlo, efectos devastadores.
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