La fascinación de los nacionalistas vascos y catalanes con Quebec es de sobra conocida. Las demandas del movimiento soberanista de la Belle Province, que condujeron a sendos referéndums por la independencia, en mayo de 1980 y octubre de 1995, han sido fuente de inspiración constante para los de aquí. Celebrar un referéndum así sería el sueño dorado de nuestros independentistas. Por eso a lo largo de los años han recurrido una y otra vez a la ‘vía canadiense’ a fin de dar un barniz de normalidad a sus pretensiones.
Desde los noventa la cantinela de la plurinacionalidad ha ido acompañada por el ejemplo quebequés. Tuvo un momento álgido cuando el Plan Ibarretxe, aquella propuesta de un nuevo estatuto político para el País Vasco, basada en el derecho a decidir y un estatus de libre asociación; ni el entonces lehendakari ni los jerarcas del PNV ocultaron nunca que se inspiraba en los postulados del soberanismo québécois. Recientemente ha vuelto a salir a propósito del procés en Cataluña, que culminó en el referéndum ilegal del 1 de octubre y la fallida declaración unilateral del independencia. Como fuente de inspiración parece tan inagotable como los propios independentistas.
Ahora es el presidente Aragonès quien ha planteado un ‘Acuerdo de claridad’ a la canadiense para desbloquear el ‘conflicto político’ en que supuestamente se haya sumida Cataluña. Para ello anunció el mes pasado una hoja de ruta que incluye la creación de un comité de expertos a los que pedirá un dictamen preliminar; lo que dará paso después de las municipales a una mesa de partidos, debates sectoriales con organizaciones de la sociedad civil, e incluso la formación de experimentos deliberativos con ciudadanos seleccionados por sorteo. El grupo de expertos recogerá todos esos trabajos y debates para elevar un informe definitivo al Govern, que servirá de base para que éste lleve a ‘la mesa de negociación con el Estado’ (sic) una propuesta de referéndum de autodeterminación pactado. Mucha deliberación, pero el punto de llegada parece fijado de antemano.
Si la cosa dura cerca de un año, con elecciones de por medio, tanto mejor: hay una ilusión que vender al electorado independentista, que no viene mal en la reñida disputa con Junts
No puede extrañarnos porque el objetivo de los republicanos es mantener viva la llama del independentismo con la promesa de un referéndum pactado, acogiéndose para ello (¡cómo no!) al ejemplo canadiense. Si la cosa dura cerca de un año, con elecciones de por medio, tanto mejor: hay una ilusión que vender al electorado independentista, que no viene mal en la reñida disputa con Junts. Además con Sánchez nunca se sabe, pues necesitaría los votos de ERC si llegara a formar un nuevo gobierno tras las generales; de no ser así, el asunto siempre serviría como munición contra un posible gobierno del PP.
La invocación de la política de la claridad por los independentistas catalanes, como antes por los nacionalistas vascos, debería resultar de lo más sorprendente para quien haya seguido los debates que hubo allí y conozca un poco la situación canadiense. Porque la política de la claridad fue iniciativa del liberal Jean Chrétien, entonces primer ministro de Canadá, con objeto expreso de combatir las demandas secesionistas del Parti Québécois (PQ), poniendo fin a sus maniobras. Al poco de perder la consulta de 1995, los separatistas anunciaron que convocarían un nuevo referéndum, con la esperanza de ganar alguna vez y entonces la decisión se convertiría en irreversible.
‘¡Quiero claridad!’, cuentan que exclamó Chrétien en una reunión con sus consejeros y ministros, de la que salió bautizada la Clarity Act que aprobaría el Parlamento de Ottawa en junio de 2000. Veintitrés años después el éxito es incontestable. El soberanismo ha ido perdiendo fuelle políticamente, con un PQ que no llega al 15% del voto, y la posibilidad de un referéndum por la independencia ni se plantea desde entonces. Es cosa del pasado, te dicen allí.
El éxito no se explica sin el papel destacado de Stéphane Dion en la gestación de la ley. Profesor de ciencia política en Montreal, Dion había impresionado a Chrétien por la contundencia de sus planteamientos contra los soberanistas. A pesar de su falta de experiencia política, el primer ministro decidió ponerlo al frente de la gestión de la crisis en Quebec como ministro de asuntos intergubernamentales. Dion no defraudó. En carta abierta al premier quebequés y líder de los separatistas, puso en cuestión y rebatió las premisas sobre las que se había basado el referéndum de 1995: que una declaración de independencia está basada en el derecho internacional; que bastaría una mayoría del ’50% más uno’ para respaldar la secesión; y que en una eventual separación las fronteras de Quebec serían intocables. Dion se negó a aceptar que Canadá se pudiera partir, pero Quebec no.
Si la mera consulta despertó reacciones airadas en el campo secesionista, donde la consideraron una provocación, las conclusiones desfavorables fueron aún peor recibidas
No contento con abrir la discusión pública sobre esas premisas que los independentistas daban por ‘universalmente aceptadas’, el gobierno del que formaba parte elevó la consulta sobre tres cuestiones al Tribunal Supremo de Canadá, quien emitió un dictamen unánime en agosto de 1998. Si la mera consulta despertó reacciones airadas en el campo secesionista, donde la consideraron una provocación, las conclusiones desfavorables fueron aún peor recibidas, con agrias denuncias acerca de su carácter antidemocrático. Los jueces no pueden estar por encima de la voluntad popular, llegó a escribir escandalizado el antiguo líder de los soberanistas, Jacques Parizeau. Seguro que les suena.
Pues bien, en una resolución impecablemente argumentada, que sigue siendo lectura recomendable, los jueces canadienses recordaban que la voluntad expresada en las urnas ha de estar siempre sujeta al imperio de la ley y a la Constitución, por lo que rechazaron como ilegal cualquier declaración unilateral de independencia. El dictamen desmontaba buena parte del argumentario nacionalista, compartido por los de aquí, como la idea de que existe un derecho a la autodeterminación de los pueblos que ampararía el derecho a la secesión de Quebec. Sea cual sea la definición de pueblo que manejemos, vino a decir la Corte Suprema, no existe tal derecho bajo la Constitución canadiense ni de acuerdo con el derecho internacional.
La consulta sirvió de base para elaborar la Ley de claridad. En caso de que el gobierno provincial decidiera convocar un referéndum consultivo, que no impide la Constitución, el Parlamento federal supervisaría que se preguntara de forma directa y clara sobre la independencia, sin camuflar el asunto con ofertas de libre asociación, como se había hecho astutamente en anteriores ocasiones. Y tendría igualmente que valorar si existe una mayoría clara en favor de la independencia, lo que no sólo requiere una mayoría amplia, sino un juicio cualitativo acerca de las circunstancias concretas. Por ejemplo, ¿qué sucedería si las naciones indias y los inuit se declararan por abrumadora mayoría en contra de separarse de Canadá, como ocurrió en 1995? ¿O si hubiera una mayoría contraria en el área de Montreal? La obligación de negociar de buena fe, si hubiera una mayoría clara, no obliga al gobierno federal o al resto de las provincias a dar por buenos los términos de los separatistas ni garantiza que desemboque en la independencia que desean.
Lo normal es que las democracias constitucionales, como Estados Unidos, Francia, Italia o Alemania, consagren en sus constituciones la indivisibilidad del país por razones de justicia que tienen que ver con los derechos de los ciudadanos
Por interesantes que sean los detalles de la ley canadiense, las diferencias con España saltan a la vista. Stéphane Dion lo ha recordado a menudo en sus visitas a nuestro país: si en la Constitución canadiense hubiera habido algo parecido al artículo 2 de la nuestra, donde se establece la indisoluble unidad del país, no hubiera hecho falta todo lo que tuvieron que hacer con la Clarity Act. Habría bastado con alegar que hay que respetar la Constitución y que si se quiere cambiar ésta hay que hacerlo por las vías constitucionalmente previstas. Es tanto como decir que los españoles tenemos nuestra ley de la claridad escrita en la Constitución, sin que por ello seamos nada raro. Cuando se le ha preguntado si Canadá podría ser un modelo, el padre de la política de la claridad lo tiene claro: el caso de su país es la excepción, porque lo normal es que las democracias constitucionales, como Estados Unidos, Francia, Italia o Alemania, consagren en sus constituciones la indivisibilidad del país por razones de justicia que tienen que ver con los derechos de los ciudadanos.
Conviene señalarlo porque a los secesionistas de aquí les importan poco los detalles de la claridad canadiense; si la invocan es para convertir la secesión en el único test de la calidad democrática de un país, tergiversando completamente su sentido. Por eso mismo no deberíamos olvidar que la política de la claridad no fue sólo una pieza de legislación, sino una forma de hacer política que consistía en hablarles con claridad y firmeza a los independentistas, mostrándoles que sus argumentos no sólo eran débiles, sino equivocados e injustos, en lugar de tratar de aplacarlos con concesiones, aceptando su marco identitario de interpretación. Igual podríamos aprender del ejemplo.
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