Opinión

La política como hobby

Hace unos años, el Wall Street Journal dedicó un artículo a un grupo de militantes republicanos bastante peculiar. Estos activistas no eran conservadores al uso; su ideología era bastante difusa, más basada en el entusiasmo que en ideas concre

  • Varios manifestantes con muñecas hinchables y banderas durante una manifestación contra la amnistía frente a la sede del PSOE en Ferraz -

Hace unos años, el Wall Street Journal dedicó un artículo a un grupo de militantes republicanos bastante peculiar. Estos activistas no eran conservadores al uso; su ideología era bastante difusa, más basada en el entusiasmo que en ideas concretas. Tampoco solían dedicar demasiado tiempo a las tareas habituales de los voluntarios en campaña electoral, como hacer puerta a puerta, llamar a votantes, reclutar otros voluntarios o ayudar con entrada de datos, correo y demás.

Lo que hacían, de forma obsesiva, era ir a mítines de Donald Trump, recorriendo miles de kilómetros siguiéndolo por todo el país cada semana para verle en directo. Su gran pasión en esta vida era ver a su político favorito hablar en público, una y otra vez.

He visto a Trump en persona un par de veces, una cuando era candidato a las primarias republicanas en Connecticut el 2016, otra durante las primarias demócratas del 2020 en New Hampshire, cuando contraprogramó la noche electoral con un mitin en Manchester. Trump es un orador peculiar, con un estilo muy distinto al de la inmensa mayoría de políticos (y me sorprende mucho que nadie en España haya copiado este aspecto de su persona), pero es increíblemente efectivo. Es alguien capaz de crear una fuerte complicidad con su audiencia, en un juego que combina repetir sus grandes éxitos con salidas de guion de “atreverse” a decir cosas en voz alta. Sus discursos suelen ser absurdamente largos (a veces más de dos horas), así que los fieles tienen material de sobras con el que disfrutar. En ambos eventos, era bastante obvio que un porcentaje considerable de la audiencia estaba formado por esta clase de militantes que siguen a Trump como si de una estrella del rock se tratara.

Hay también toda una camada de intensitos que están increíblemente indignados con un tema, y sólo un tema, y que se pasan la vida excomulgando a gente del movimiento por ser “pro-genocidio palestino”, “heteropatriarcado” o “colonizador”

Esta clase de comportamientos un poco estrafalarios no son, por supuesto, patrimonio exclusivo del populismo de derechas. Cualquiera que haya militado en un partido u organización de izquierdas puede contar historias parecidas de activistas un poquito demasiado motivados, obsesivos o chiflados que habitan en las esquinas del movimiento, a menudo de forma un poco inexplicable. Allá en tiempos del 15-M, cuando la verdadera izquierda española buscaba playas bajo adoquines por Madrid, todos recordaremos la incomprensible aparición de aficionados/defensores/quién sabe qué de las biodanzas, una cosa extrañísima que desde luego hizo bien poco para avanzar la causa. Hay una cierta facción inexplicable que está también obsesionada con traer tambores a todas partes, y otra que tiene un especial fervor por los pueblos indígenas del mundo, vengan a cuento o no en ese acto o protesta (“señora, estamos hablando de alumbrado público. Que me deje de hablar sobre los Sioux”).

Más allá de perroflautismo irritante, hay también toda una camada de intensitos que están increíblemente indignados con un tema, y sólo un tema, y que se pasan la vida excomulgando a gente del movimiento por ser “pro-genocidio palestino”, “heteropatriarcado” o “colonizador” o la frase importada de Estados Unidos del día que nadie parece entender del todo (ni siquiera los americanos). Esa clase de gente que está en política no para convencer a nadie, sino para expresar con vehemencia su propia superioridad moral y sentirse muy bien consigo mismo por ser un paladín de la justicia.

Estoy seguro de que el lector puede reconocer esta clase de activistas, militantes y demás personajes en su propio movimiento político. Desde las tietes del procés, esas señoras de mediana edad que descubrieron que lo que les hacía feliz en la vida eran los lazos amarillos y acudir a manifestaciones masivas, hasta los hiperventilados que creen que la mejor idea para detener una amnistía es acudir a Ferraz con muñecas hinchables, son gente que están en política no tanto para cambiar las cosas, sino porque les hace sentirse bien. Son militantes que tratan el activismo como terapia (los más exaltados), club social o hobby (los más tranquilos), más interesados en la acción política en sí que en el resultado final.

Soy el primero en admitir que un poco demasiado a menudo estoy en este mundillo porque me divierte, y anda que no he dado la turra por redes sociales cuando tengo un mal día

Sabemos que esta gente existe en todas partes, por supuesto, porque ellos son los primeros en darnos la turra sin cesar en redes sociales. Una de las patologías más irritantes de la política como hobby es la necesidad de expresión personal, lo que equivale a un exhibicionismo constante y necesidad de contarnos lo muy, muy, muy motivados que están por la causa. Obtener resultados es a menudo bastante secundario; el viaje es más importante que el destino. Aunque no lo dirán con estas palabras, están en política para pasárselo bien.

La política, por supuesto, es algo increíblemente importante. Como alguien lo suficientemente chiflado, obsesivo y militante para dedicarme a ella profesionalmente, soy el primero en admitir que un poco demasiado a menudo estoy en este mundillo porque me divierte, y anda que no he dado la turra por redes sociales cuando tengo un mal día. Las motivaciones y pasiones de cada uno son una cosa personal o insondable, y estoy seguro de que muchas tietes, superfans de Trump, biodanzadores y demás son bellísimas personas dedicadas sinceramente a la causa.

Esto no quita, sin embargo, que en este mundillo de redes sociales, influencers, famoseo indignado y youtubers haciendo el número, estos días haya en política más gente de lo que es habitual más dedicados a la juerga y la sentimentalidad que a otra cosa, haciendo que el debate público parezca más un melodrama que una disputa ideológica.

Hay romanticismo en política (a ver, trabajo en ella), sin duda, y un mundo donde el debate es el reino de tecnócratas y hombres de partido sería, sin duda, un sitio bastante peor. Pero la política no son sólo las manifestaciones, los mítines y las protestas. La política es también el mundo donde los concejales de un pueblo pequeño dedican su vida a convertir una carretera en una calle, un cruce peligroso en una rotonda, o una plaza dura en un parque. Ese concejal no se llevará la gloria, pero su trabajo seguramente hará más por la felicidad de sus vecinos que enarbolar muñecas hinchables en Ferraz a medianoche.

La política no tiene por qué ser aburrida, pero no es un parque temático.

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