Una breve referencia histórica antes de entrar en materia. La palabra sándwich, admitida por la RAE, define al bocadillo de pan de molde, bastante menos contundente que el que consumimos los españoles, elaborado por lo común con pan de barra. Su origen viene del IV Conde de Sándwich, John Montague, que vivió lo suyo en el siglo XVII. Dos versiones le atribuyen al creador de la fantástica idea de poner alimentos en un contenedor que también se come, el pan: la primera afirma que, siendo el conde bastante dado al naipe, pidió un alimento que le permitirse jugar sin levantarse de la mesa; la segunda asegura que el conde lo pidió en Aquisgrán, donde formaba parte de la legación británica que defendía a la Emperatriz María Teresa, con vistas a firmar el segundo Tratado de Aquisgrán para acabar con la guerra de sucesión.
Naciese del azar o de la política -¿y que es la cosa pública si no azar en no pocas ocasiones?- al analizar las relaciones y equilibrios de poder que rigen en España veremos como todos son sándwiches. Sánchez por un lado y la comparsa de los Frankenstein por el otro conforman el primero de esos indigestos emparedados rancios en el que nadie se fía de nadie, a la vez que tampoco nadie se atreve a alejarse por miedo a perder su posición y caer al suelo desdeñado cual primera rebanada de pan Bimbo. Este sándwich se aguanta por la presión que, tanto de un lado como otro, realizan para que no desmonte el asunto, siendo lo más débil el relleno que está en medio, atrapado y sin otra posibilidad que dar sustancia a las dos rebanadas resecas. Y el relleno somos nosotros, apretados entre esos dos que, siendo lo mismo, son diferentes por cuestión de egos. Pero como se cumple el refrán Manus manum lavat, no sufran, que antes se acabará estropeando el relleno, nosotros, que ellos. Por si no se han dado cuenta los políticos nos ven únicamente como eso, una sabrosa mantenencia para poder comer sin mayor cuita que apretarnos, apretarnos mucho.
Sándwich es lo que sucede entre Esquerra y Junts, entre PNV y Bildu, entre Podemos y Sumar, entre las dos almas del PP momentáneamente disfrazadas de una sola oblea, entre VOX y Macarena, en fin, sándwiches en esta recepción oficial en la que bien podría decirse, citando al gran Chiquito, que hay mucho cobarde pa tan poco canapé. Porque la gente de a pie no damos más de sí y las lonchas de jamón de york en la que nos han convertido son cada vez más traslúcidas e insignificantes a fuer de desgastarse una y otra vez en este o aquel emparedado. Mejor sería dejarnos de chuminadas y volver al bocata de toda la vida de Dios, el de pan de verdad y no esas baguettes de chichinabo. Hay que rectificar e instalarnos en el pan de tahona, el que guardamos en la memoria de nuestra infancia y que tan solo encontramos en los pocos hornos decentes y de fundamento que hay en las grandes ciudades o en los de los pueblos, que perfuman el aire con su delicioso olor a pan recién hecho. Queremos que todos seamos el mismo pan, que comamos todos de él; si unos prefieren ser miga y otros corteza, bien está, igual que quien diga que le va más el pan cocidito que el menos hecho. Pan. Pan y no sándwich. Pan para todos y no sándwich para los privilegiados. Pan de siempre, pan de aquí, porque cada vez tengo más claro que cuando importamos cosas del exterior lo hacemos mal y, encima, desperdiciamos las nuestras, las que siempre han funcionado. Por mi parte, voy a triscarme un bocata de fuet con pan de payés, que también es magnífico si está confeccionado con honradez. Tostadito y con tomàquet, aceite y sal y untado por las dos caras previo frotado de ajo. Disculpen, soy muy tradicional.
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