La noticia de que Albert Rivera ha dejado el bufete Martínez Echevarría a los dos años de su muy publicitado fichaje de manera que no puede calificarse de amistosa, ha generado un alud de comentarios, rumores y maledicencias de toda laya. Este episodio de la trayectoria del que fuera líder de Ciudadanos durante trece años y que experimentó la dura prueba del ascenso lento y trabajado seguido de una caída muy abrupta, pone de relieve algunos rasgos de la relación entre la esfera política y el sector privado en España que son dignos de examen si queremos que nuestro sistema institucional recupere la salud perdida a lo largo de las últimas tres décadas. Más allá de los pronunciamientos de las dos partes ya abiertamente enfrentadas, la empresa que en su día le contrató a bombo y platillo y el propio Rivera, un análisis objetivo de lo sucedido conduce a una interpretación obvia. Los propietarios de Martínez Echevarría se fijaron en Rivera una vez éste abandonara la política activa con evidentes propósitos publicitarios. Pensaron astutamente que el anuncio de la incorporación de una figura de la popularidad y el atractivo personal del objeto de su deseo, junto con la valiosa agenda de contactos al más alto nivel tanto en el plano nacional como en el internacional que sin duda Rivera habría acumulado en su larga etapa como uno de los principales nombres del panorama mediático patrio, se traduciría de forma inmediata en una multiplicación espectacular de la facturación. El incumplimiento de estas expectativas desorbitadas ha tenido como resultado el amargo desencuentro al que ahora asistimos.
Nadie sensato podía esperar de Albert Rivera un desempeño profesional sobresaliente en el terreno estrictamente técnico, no por falta de capacidad, sino simplemente porque salvo una breve etapa como letrado junior en el Servicio Jurídico de La Caixa, su paso a la política a tiempo completo a una edad muy temprana le ha impedido acumular la experiencia necesaria para el ejercicio de un trabajo que requiere foguearse a lo largo de laboriosos quinquenios de vestir la toga y placearse fatigosamente en intrincados litigios. Por tanto, está claro que los que le convencieron para que se subiese a su barco no esperaban de él un conocimiento exhaustivo de los Códigos o una probada habilidad para desenvolverse en salas de audiencia o desentrañar arduos problemas legales, sino que, dicho crudamente, lo que pretendieron fue explotar su imagen y su red de influencia. Y ahí es donde cometieron un error de apreciación que ha desembocado en al actual y áspero desencuentro.
Desde que dimitió de su cargo como cabeza de filas del partido del que fue uno de los fundadores, Rivera ha llevado una vida discreta y ha demostrado su sincera voluntad de ganarse el sustento honradamente
Son bien conocidos los casos de políticos que, tras ocupar largo tiempo escaño o poltrona ministerial, han abierto bufete o consultora no para cambiar de actividad, sino para seguir con la misma que habían realizado en puestos de responsabilidad pública, a saber, el tejemaneje de las concesiones, las licitaciones o las subvenciones, con el añadido en su nueva etapa “civil” del cobro de favores otorgados cuando detentaban poder. No vale la pena citar nombres, primero por elegancia, y segundo porque están en la mente de todos. Otros se han dedicado a cacarear banalidades en tertulias televisivas o a pontificar en foros diversos sin el menor asomo de autocrítica. Rivera no ha incurrido en ninguna de estas prácticas turbias o patéticas. Desde que dimitió de su cargo como cabeza de filas del partido del que fue uno de los fundadores, ha llevado una vida discreta y ha demostrado su sincera voluntad de ganarse el sustento honradamente en los campos profesional, empresarial o docente. Si alguien abrigaba la idea de que estaría dispuesto a mover hilos ocultos con fines crematísticos, es notorio que no le conocía. A Albert Rivera se le puede acusar de haber cometido errores estratégicos de bulto o de haber permitido que su legítima ambición política le haya ofuscado en determinados momentos decisivos de nuestra historia reciente, pero suponer que se prestaría al desaprensivo juego del tráfico de componendas o que manejaría el teléfono como instrumento persuasivo era confundirse de persona.
Esta historia desagradable, que no beneficia ni a la firma contratante ni al presidente ejecutivo saliente y que es de desear se resuelva con prontitud y sin mayores daños, ilustra la relación equívoca que se ha ido gradualmente creando entre el mundo político y la sociedad sobre la que opera, fruto de demasiados comportamientos inaceptables en ambos espacios a los que nos hemos acostumbrado indebidamente. Si algo ha demostrado Albert Rivera con este tropezón en su ejecutoria es que la sensación de limpia transparencia -en ocasiones orillando la ingenuidad- que siempre transmitió en el Parlamento o en la gestión orgánica de su formación nunca fue una pose, sino un auténtico reflejo de su carácter. Ojalá se recupere rápidamente de este contratiempo y encuentre el camino que le proporcione estabilidad y paz de espíritu. Se lo merece.