Donald Trump acaba de despedir a su Consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, el tercero del que prescinde desde el comienzo de su mandato, es decir, uno por año. Esta facilidad para nombrar y cesar colaboradores es más propia de un empresario que de un político, que tiende a escoger a sus subordinados con mayor cautela a fin de que le duren un tiempo largo, proporcionando así estabilidad a sus ejecutorias y evitando los efectos negativos en la opinión pública de un vaivén de entradas y salidas que tiene el riesgo de crear una imagen de volubilidad, irreflexión e improvisación nada favorecedora para el prestigio de un gobernante.
Por supuesto, este baile de designaciones y señalamientos de la puerta se añade a los tuits escandalosos, los gestos inapropiados, la trituración del protocolo, el desprecio por la ortodoxia de la corrección política y las decisiones súbitas e inesperadas que dejan descolocados tanto a sus partidarios como a sus detractores. El actual presidente de los Estados Unidos es, en efecto, un ejemplo característico del mandatario que llega a una responsabilidad institucional de máximo nivel sin experiencia previa alguna en la Administración, en el Gobierno o en el Parlamento, ni siquiera en una alcaldía de un municipio de cierta entidad.
Carreras muy singulares
Es frecuente criticar a los llamados políticos “profesionales”, hombres o mujeres que inician su desempeño de puestos públicos a edad muy temprana y que desde el rodaje en las juventudes de un partido pasan por todas las etapas del cursus honorum -no siempre honorable en demasiados casos- y alcanzan un escaño, un ministerio o incluso una jefatura de un Ejecutivo nacional o regional relativamente jóvenes -véase la edad y la biografía de los líderes de los cinco principales grupos parlamentarios en el Congreso- sin, se les reprocha, haber tenido nunca que ganarse la vida en otro sector ni haber demostrado su capacidad de conseguir logros de cierto relieve en un ámbito profesional, académico o empresarial.
Yo empecé mi carrera política recién ganada mi cátedra de Física Atómica y Nuclear en la Universidad Autónoma de Barcelona tras veinte años de intensa labor docente e investigadora. Cuando fui llamado a ocupar el segundo lugar en la lista del Partido Popular en las elecciones autonómicas catalanas de 1988 tenía cuarenta y tres años, sesenta publicaciones en revistas científicas serias, dirigía un Laboratorio de Física de las Radiaciones que había montado desde cero, había creado una línea de Cursos de Radioprotección de notable éxito, organizado un equipo, articulado colaboraciones internacionales y conseguido contratos de investigación interesantes con compañías del sector de la energía o con organismos estatales. Esta trayectoria demostraba que llegaba a la política con una modesta pero probada eficacia a la hora de poner en marcha proyectos técnicamente complejos y de gestionar recurso materiales, financieros y humanos.
El político ideal es el que se lanza a estas aguas procelosas dotado de la madurez proporcionada por una existencia anterior en el “mundo real”
Sin embargo, durante mis primeras andanzas en mi nueva actividad advertí rápidamente que desconocía por completo determinadas cuestiones y carecía de habilidades concretas absolutamente indispensables para el ejercicio de la política. Aspectos tales como la interacción con los periodistas, el manejo de los tiempos, las precauciones a tomar en la relación con los militantes y con los colegas de partido, la estrategia de comunicación, las técnicas de negociación y la difícil dosificación de la verdad eran materias que no dominaba y que me hicieron dar serios resbalones y me causaron no pocos disgustos en el arranque de mi larga dedicación a la res pública. Pues bien, todos estos elementos prácticos les son familiares y los desempeñan con soltura los políticos “profesionales” desde que abandonan la adolescencia.
La conclusión es que el político ideal es el que se lanza a estas aguas procelosas dotado de la madurez proporcionada por una existencia anterior en el “mundo real” y aprende rápidamente los trucos de este tortuoso oficio. Tan peligroso es para el interés general el encargado de dirigir el Estado sin haberse bajado del coche oficial desde los veinte y pocos años como el outsider que irrumpe en la sala de máquinas del poder como caballo en cacharrería. Puede parecer que he tratado este tema de forma interesada y no niego que sea así, pero también es cierto que no hay que confundir el conocimiento de causa con la subjetividad.
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