Para que no se incomode ninguno de mis compañeros, diré desde el principio que, aunque lo podamos parecer en algunos casos, no somos ni podemos ser lo mismo, y que eso es lo que creemos la inmensa mayoría. Hay quien piensa que periodista es un político, pero sin responsabilidad, y, miren, aunque no le ha ido mal a alguno que ha ganado más dinero que un futbolista del Madrid, a mí, semejante cosa, siempre me pareció una majadería que, ya digo, le ha funcionado a más de uno.
No, no somos ni seremos parecidos y menos iguales, pero caminamos juntos con tremenda facilidad sin reparar muchas veces en los riesgos que, por lo general, se traducen en indiferencia de aquellos que deberían sentirse cercanos o concernidos a una cosa y a la otra, a la política que ordena nuestras sociedades, y al periodismo que controla los excesos de poder. O debería. Estarán conmigo que cuando se pregunta para qué servimos podríamos responder de esta manera: pregunten a la vicepresidenta Calviño y a su marido, por ejemplo.
El problema empieza cuando eso que llamamos opinión pública, y que yo nombro con tremenda prudencia porque no sé lo que es, nos percibe juntos, revueltos, incapaces de ser diferenciados. Cierto, así como hay compañeros que dicen dedicarse a esto porque es lo único que saben hacer, hay políticos en la misma situación. Valen para lo que valen. Y solo para la política. Y ahí se enquistan, amparan, crecen, envejecen sin que importe demasiado esa palabra tan vieja e incómoda que es ideología. El PSOE vota lo que Sánchez dice que hay que votar. El PP lo que Feijóo, y en Podemos lo que dice uno que estuvo en el Gobierno, lo que es peor aún. Nos empeñamos en llamarlo democracia, pero es cambalache, desbarajuste, olla de grillos en la que los periodistas nos hemos ganado un sitio con una tremenda capacidad para el esfuerzo y el error.
Algo no hemos entendido bien cuando nos empeñamos en trabajar para nosotros mismos y para los políticos que, con seguridad, son los que pueden compartir nuestras obsesiones informativas
Unos y otros andamos estos días empeñados en que los españoles, cuando ponen una radio o abren un periódico, tengan que hacer antes un curso sumarísimo de derecho comparado o derecho constitucional, e incluso penal, para poder seguirnos en nuestras tertulias o leer portadas y editoriales. Algo no hemos entendido bien cuando nos empeñamos en trabajar para nosotros mismos y para los políticos que, con seguridad, son los que pueden compartir nuestras obsesiones informativas. Normal, son las mismas.
Por mucho que una despistada ministra de este Gobierno asegure que ella ha escuchado hablar a los viajeros del Circular del Metropolitano de los problemas de la justicia; por mucho que los periodistas creamos que esos mismos viajeros, convertidos en ciudadanos, debatieron en la Nochebuena pasada sobre si el progresista juez Bandrés debe ir al Constitucional porque el PSOE así lo desea; por mucho que nos dé por creer que estuvimos en los pormenores de que sean César Tolosa y Luisa Segoviano los que, de la mano del PP, lleguen a ese Tribunal de Garantías, sabemos, cuando no nos queremos engañar, que las preocupaciones van por otros sitios. Y si lo sabemos, ¿por qué nos empeñamos en dar a nuestra audiencia las obstinaciones de políticos y periodistas que no necesitan? Para mí es un enigma, y no menor. Hasta que PSOE y PP no renieguen de su verdadera intención, la de convertir al Constitucional en una Tercera Cámara en la que sacar ventajas políticas y partidistas, este país estará así. Así de mal. Y esto, básicamente, es lo que debemos repetir hasta que decidan respetar al manoseado Montesquieu.
Compartir nuestras opiniones empieza a ser una actividad de riesgo. No hay tertulia, por bien tirada que esté, que no esconda un puercoespín entre los pliegues de la facundia de la que hacen gala los contertulios
Desde hace mucho tiempo en este país el Gobierno no gobierna, se defiende, y ante semejante realidad, aparecemos nosotros para explicar lo que Sánchez y los suyos no pueden. O no saben. En el camino no les faltan vasallos de la palabra y la pluma que intentan explicar aquello que no tiene explicación. Hemos conseguido, con mucho mérito hay que decirlo, lo que nos merecemos, indiferencia y distancia. Seguirnos es complicado. Entendernos cuesta mucho esfuerzo. Compartir nuestras opiniones empieza a ser una actividad de riesgo. No hay tertulia, por bien tirada que esté, que no esconda un puercoespín entre los pliegues de la facundia de la que hacen gala los contertulios. El que lo probó, lo sabe.
Y, sin embargo, uno cree que esto que les cuento, que este desapego con forma de distancia e indiferencia, es lo mejor que nos puede pasar. Que políticos y periodistas vayamos por un lado y la sociedad, los españoles, los ciudadanos, la opinión pública o como la queramos llamar por otro, es asunto esperanzador que debería tranquilizarnos.
Me cuenta el catedrático Guillermo Fatás que Larra, El pobrecito hablador, nunca dijo eso de que escribir en España era llorar. Después de conocer en París como respetaban a Dumas, Víctor Hugo o Balzac, sentenció “Escribir en Madrid es llorar, buscar una voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Es igual, se non è vero, è ben trovato, que nos tiene dicho Giordano Bruno. Escribir, hablar, opinar hoy en España desde una radio empieza a ser un acto cansino y prescindible, y para muchos, sí, una pesadilla abrumadora. Dirán que las radios tienen millones de oyentes, y yo no lo discuto. Pero escuchen ustedes los mensajes en forma de nota de voz de los oyentes que compiten con sus opiniones con los tertulianos del día y verán que el lío del personal resulta descomunal. Normal. Lo único que saco en claro es que Sánchez cada vez gusta menos, pero entender el problema de lo que está pasando aquí con la Justicia es ya otra cosa.
Los periodistas bien podríamos salirnos de esta tautología estúpida como único argumento para una profesión que hace mucho tiempo debería estar contando aquello que puede y debe interesar e importar.
No nos flagelemos demasiado. Si el frentismo y la fractura, si la crispación, el insulto y las apelaciones a los golpes de antaño y de ahora, si el mal gusto y la ordinariez se ha instalado entre los políticos, la mejor noticia es que sea la distancia y la indiferencia la que funcione como antídoto para que la opinión pública no camine de la misma manera. Porque llegado ese momento, sí que sería grave. Dejemos a los políticos en su tono habitual. Los periodistas bien podríamos salirnos de esta tautología estúpida como único argumento para una profesión que hace mucho tiempo debería estar contando aquello que puede y debe interesar e importar.
Por lo demás, mientras la calle se distancia de los que mandan y los que pretenden mandar, el Rey acaba de salir por la televisión para decirnos que las instituciones se están erosionando, que es imposible avanzar divididos, que la Constitución está siendo zarandeada y que vivimos en una quiebra de convivencia. No, no lo creo, y mejor que sea así, como digo. Solo nos faltaba que la quiebra de convivencia hubiera llegado a las familias y después a la calle.
Hay quien asegura que el del día 24 fue un discurso a la altura del de 2017. No lo sé. Quiero creer que más allá de Sánchez y Feijóo los españoles hemos atendido y entendido bien sus palabras, aunque cabe preguntarse quién de verdad lo escucha. El año que viene hablarán las urnas en primavera y previsiblemente por Navidad. Uno desearía que Felipe VI, al final de 2023 hiciera un discurso sencillo y familiar. Solo eso. Como el que ha ofrecido Carlos III a los británicos, navideño, tradicional, nostálgico. Las cosas estarían mejor que hoy.
Y no se crean eso de que Sánchez y Feijóo se han dado una tregua a propósito del discurso del Rey. Ojalá.
Al terminar les quiero desear tranquilidad para 2023. Con la experiencia acumulada por estos últimos años, mejor ser humildes en nuestros deseos y aspiraciones. Cuando se espera poco la decepción es siempre proporcional.
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