Hubo un tiempo en el que los políticos que llegaban al poder se sentían obligados a dejar de lado su filiación partidista para representar mejor su papel institucional. Por lo menos en los periodos entre elecciones, se esperaba de ellos que actuaran con generosidad y que moderaran su discurso, para representar e integrar los intereses del mayor número de ciudadanos. Superada la confrontación electoral, se debía “gobernar para todos”. Eso fue antes de que la ola populista que recorre todo el mundo llegara a la democracia española, aprovechando nuestras debilidades para hacer estragos.
Contrariamente a lo que algunos observadores habían pronosticado, el populismo no se ha moderado al “pisar moqueta”. Una vez en el poder, ha seguido fomentando la dialéctica amigo-enemigo, mostrando desprecio por el pluralismo, la división de poderes y las reglas de la democracia representativa. Su gestión de las políticas públicas es tan simplista y poco atinada como se podría prever por sus mítines y declaraciones. Y los partidos que le han abierto las puertas del poder al populismo, lejos de conseguir que éste cambie, han acabado en la mayoría de casos arrastrados hacia los extremos.
Fue en Cataluña, región pionera en todos los movimientos sociales y políticos españoles, en donde el populismo tuvo éxito y se encaramó al poder en primer lugar. Por más que los propios nacionalistas se obstinen en negarlo, nacionalismo y populismo se han fusionado allí hasta hacerse indistinguibles. Tal como afirma uno de los autores fetiche del populismo de izquierdas, Ernesto Laclau, las pretensiones de asignarle al populismo un contenido ideológico concreto es un error tan grave como el de pretender alcanzar una definición descriptiva que, o bien resulta aplicable sólo a una de las variantes históricas del populismo, o bien es incapaz de abarcar todas sus expresiones.
El nacionalismo busca legitimarse en lejanas raíces étnicas, lingüísticas y culturales. Apela a un pasado común que nos configura como pueblo distinto al de nuestros “vecinos”
La solución que propone Laclau es renunciar a definir al populismo de una forma única; el populismo es, en esencia, una manera de construir identidades colectivas. Y el nacionalismo es precisamente un proceso de creación de una identidad colectiva, la nación, que pretende homogeneizar a un grupo de individuos, reforzando inevitablemente aquello que los separa de los demás. La creación del antagonismo es más que evidente en el caso catalán. El nacionalismo busca legitimarse en lejanas raíces étnicas, lingüísticas y culturales. Apela a un pasado común que nos configura como pueblo distinto al de nuestros “vecinos”. Una vez establecido el antagonismo, entran en juego los recursos, estrategias y objetivos propios del populismo. A partir de este momento los dirigentes nacionalistas pueden justificar sus actos y decisiones apelando a la “voluntad del pueblo”, y etiquetando al disidente como un enemigo o un traidor.
Los tiempos de 'la casta'
El maniqueísmo también vive buenos momentos en el conjunto de España. Pedro Sánchez le ha proporcionado al populismo cotas de influencia inéditas. Hoy es inevitable sonreír al recordar el concepto que tan bien le funcionó a Pablo Iglesias y sus acólitos en sus inicios: “la casta”. Una supuesta élite corrupta que manejaba el país a su antojo, opuesta a los intereses del “pueblo”… ¡y de la que formaban parte los socialistas! Pues bien, ahora que los podemitas están en el Gobierno y disfrutan de privilegios al alcance de muy pocos (ahora que ya son “casta”) se han tenido que redefinir categorías. El enemigo del pueblo ahora es “la ultraderecha”. El PSOE está entregado a ese nuevo discurso, convencido de que el temor a VOX moviliza a su electorado y les garantiza el apoyo de los separatistas, y de que la división de la derecha les asegura la victoria. “Divide et impera” parece ser la nueva divisa sanchista, aunque lo que se esté dividiendo no sea sólo la oposición, sino toda la sociedad española.
La irrupción de la crisis del Coronavirus ha dado lugar a una nueva dicotomía de brocha gorda que se superpone a la anterior, entre los que apoyan al Gobierno y los “desleales”. Todo aquel que se atreve a hacer la más mínima crítica a la gestión del Gobierno es etiquetado como “desleal”, enemigo de la “unidad”, un malvado sin corazón que sólo quiere sacar provecho de la catástrofe. El buen pueblo no hace preguntas inoportunas, no difunde “bulos”, sólo aplaude.
Los constitucionalistas catalanes contemplamos con horror cómo la división y el enfrentamiento que domina Cataluña desde hace años se está extendiendo ahora a toda España. Las graves circunstancias que atraviesa nuestro país no han modificado la posición ni los aliados de Pedro Sánchez, cuyas invitaciones al diálogo y al pacto son a todas luces una estratagema sin contenido real. El líder socialista cree que puede cabalgar al tigre populista, como lo creyó Artur Mas.
(Con al colaboración de Fernando Carrera)
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