El jueves pasado participé en la presentación en Madrid del libro Por qué dejé de ser nacionalista, editado por Libros Libres, este vibrante sello que dirige con tanta valentía como acierto Alex Rosal, y creo que no es ocioso reproducir aquí un extracto de las palabras que pronuncié en tal ocasión:
“Ante todo, quiero felicitar a Libros Libres y a los nueve valientes que han contribuido a que este libro viera la luz. Mi cordial enhorabuena a Salvador Sostres, Albert Soler, Anna Grau, Eva M. Trías, Júlia Calvet, Eva Parera, Miquel Porta Perales, Xavier Horcajo y Jesús Royo. Nunca, que yo recuerde, se habían reunido en un volumen tantos testimonios de un proceso de curación de una enfermedad grave, incluso en ocasiones mortal, como es el nacionalismo identitario. Contemplado desde fuera de su alienador magma, el nacionalismo de identidad aparece como una patología que se apodera de las mentes de sus víctimas y las conduce irremisiblemente a la violencia, a la frustración y al empobrecimiento material y cultural. Una doctrina política que postula que la humanidad se divide en grupos disjuntos caracterizados por uno o varios elementos definidores, raza, lengua, religión, historia, geografía, costumbres, folklore o gastronomía, y que cada uno de estos grupos tiene derecho a un estado propio independiente y soberano, genera necesariamente tensiones, choques armados, vulneraciones de derechos y graves perturbaciones de la paz civil en las sociedades en las que se implanta y el discurso -más que discurso, testamento- de François Mitterrand en el Parlamento Europeo en enero de 1995 lo expresó de forma tan cortante como inapelable: Le nationalisme c´est la guerre. La razón es simple: las colectividades humanas a partir de un cierto volumen suelen ser multilingües, multiculturales, plurales en sus creencias y de orígenes geográficos varios, por lo que los intentos de hacerlas homogéneas de manera coactiva o de reclamar una estructura política soberana para cada región, subgrupo, comarca o barrio, conduce invariablemente a enfrentamientos internos o con pueblos vecinos que desembocan con frecuencia en conflictos sangrientos o, por lo menos, en fuertes tensiones que dificultan seriamente la vida en común. Podemos, pues, concluir que el combate democrático contra el nacionalismo de identidad, excluyente, supremacista, totalitario y xenófobo, es la lucha de la razón contra el instinto, de la ilustración contra el fanatismo y de la libertad contra la imposición. Véase en este marco la imposibilidad de aplicar el principio de autodeterminación en estados democráticos. Cualquier intento de identificar el sujeto constituyente que se autodetermina es estéril por reducción al absurdo. El maravilloso invento de Tabarnia lo corrobora con tanto humor como eficacia.
El motivo último del éxito del nacionalismo de identidad radica en que despierta instintos primarios muy arraigados en nuestro cerebro límbico desde tiempos prehistóricos, el instinto territorial, el instinto grupal y el miedo instintivo al extraño
La desagradable evidencia es, sin embargo, que el nacionalismo identitario cuenta con muchísimos adeptos, que sus seguidores lo practican con intensa convicción y que son muy difícilmente permeables a los argumentos que, si los analizaran objetiva y racionalmente, les apartarían de un planteamiento político e ideológico de efectos tan deletéreos. El motivo último del éxito del nacionalismo de identidad radica en que despierta instintos primarios muy arraigados en nuestro cerebro límbico desde tiempos prehistóricos, el instinto territorial, el instinto grupal y el miedo instintivo al extraño. Estas pulsiones primigenias son en general inconscientes y estrechamente ligadas a otro instinto primordial y básico, el instinto de supervivencia y, por tanto, extraordinariamente resistentes a cualquier llamada al análisis empírico de la realidad. Alguno de los asistentes seguro que está pensando que por qué no menciono también el instinto sexual. La verdad es que no lo cito porque no actúa en el caso que nos ocupa, aunque si se considera lo que los nacionalistas les hacen sistemáticamente con sostenido entusiasmo a los que no lo son, quizá habría que incluirlo en la ecuación.
En este contexto, los nueve relatos de Por qué dejé de ser nacionalista son sin duda reveladores. Prácticamente, todos ellos, partiendo de distintas vivencias y trayectorias personales, describen un itinerario de curación, una liberación consciente, de una adhesión inconsciente a un credo espiritualmente esclavizador.
Un rasgo común al conjunto de experiencias contenidas en Por qué dejé de ser nacionalista es el alto precio que se paga por la salida de la secta en forma de represalias, marginación, discriminación, reproches y agresiones verbales e incluso físicas. El regreso a la luz del pluralismo y la tolerancia desde la oscuridad opresiva del tribalismo identitario no es gratis y las listas negras, los desplantes, los insultos, las pintadas ofensivas, la pérdida de clientes, los despidos o las humillaciones que se desgranan en las nueve peripecias descritas en el libro así lo prueban.
En definitiva, Por qué dejé de ser nacionalista es a la vez un alegato contra la doctrina política que, junto con el comunismo y el nazismo y en repulsiva conjunción con ambos, más daño ha hecho al mundo en la edad moderna y contemporánea, y una invocación a la esperanza. Lo que los nueve héroes y heroínas que han tenido el gesto valeroso y generoso de compartir con el resto de catalanes y de españoles en general su particular vía crucis de rotura de las cadenas que les mantenían prisioneros del nacionalismo, proclaman en sus respectivas y reveladoras autobiografías es que del nacionalismo identitario se puede salir, no indemne, pero sí entero, y dispuesto a seguir en la pugna por la libertad, la democracia, el imperio de la ley y el respeto a los derechos individuales que los nacionalistas tanto se empecinan, ojalá sea en vano, por liquidar.”
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