Opinión

¿Por qué no soy de izquierdas?

La ecoansiedad del progrerío, su obsesión por el machismo, el racismo y la homofobia están causadas por la falta de problemas reales

¿Saben aquel aforismo que dice “Quien no fue de izquierdas en su juventud es un desalmado, y quien sigue siéndolo de adulto es idiota”? Siempre me ha intrigado, porque nunca fui de izquierdas, y no me considero especialmente desalmada. Soy muchas otras cosas terribles, pero justo eso no. Tampoco les diré que fui una joven serena y lúcida y que eso explica que jamás coqueteara con el zurdismo, porque estaría mintiendo como una bellaca. Si el típico error de juventud es el adanismo y el progrerío, uno de mis pecados fue inmensamente peor. Les cuento cuál, para que vaya por delante que este no es un artículo de exhibicionismo moral.

Con catorce años contraje un virus que degeneró en una enfermedad crónica muy desconocida por los médicos y bastante incapacitante. Mi padre es galeno, desde entonces no ha dejado de estudiar sobre lo que tengo, yendo de colega en colega, de investigación en investigación. Estando yo en la veintena tuve un ataque de desesperación que en ese momento canalicé contra mi él: “¡Por tu culpa yo estoy enferma, porque debíamos haber hecho lo que dijo el Doctor Fulano! ¡Toda la vida curando a otros y por mí no has hecho nada!¡Nada!”. Lo veo ahora con ojos de madre y pienso que no fueron las siete espadas que atravesarían el corazón de la Virgen María según el profeta Simeón, pero se le debió de parecer bastante. Como ven, si no fui de izquierdas de joven no fue precisamente por no ser gilipollas.

Entiendo que no les será ajena la figura del asimilacionista: al final los independentistas acérrimos se apellidan González o García

Soy consciente de mis miserias (pasadas y presentes) y por eso no dejo de darle vueltas al tema “¿y por qué no me dio por ser de izquierdas?” Podría, por ejemplo, haber canalizado la rabia que me provocaba la falta de salud culpando a la mala calidad de la sanidad pública y a los intereses perversos de la medicina privada y el capitalismo, por ejemplo. Podría haberme acogido al pancatalanismo de la juventud valenciana. Dirán que habría resultado raro, cada miembro de mi familia proviene de una parte de España, pero entiendo que no les será ajena la figura del asimilacionista: al final los independentistas acérrimos se apellidan González o García. Se pasan la vida deseando que los consideren uno más, y no un maketo o un charnego. Pero no. No me dio por ahí tampoco. Me dio por cocear a mi pobre padre (que es peor), pero no por ahí.

He recordado entonces una conversación que tuve con un profesor mientras hacía el doctorado. Fui a consultarle unas dudas académicas. Él era consciente de mis problemas de salud y, resuelto lo primero, me preguntó cómo me encontraba físicamente. Tras ponerle al día, y sin hacer dramas, comentó: “Mire, Mariona. En la vida uno tiene siempre problemas: reales o inventados: por lo menos el suyo es real.” La respuesta me desconcertó profundamente. Mi primera reacción mental fue pensar “¡Yo quiero un problema inventado! ¡Los problemas inventados tienen solución!”. Qué ingenua. Un problema, a pesar de no ser objetivamente real, no deja de ser lo que es. Ahí tienen los embarazos psicológicos, en donde la mujer (o el hombre) experimentan vómitos, náuseas, fatiga e incluso aumento del perímetro abdominal.

Quizá es que aquello de la madurez es una suerte de autoengaño, y seguimos siendo todos igual de gilipollas que cuando teníamos veinte años, simplemente disimulamos mejor

Podría decir que quizá ahí esté el tema: que la ecoansiedad del progrerío, su obsesión por el machismo, el racismo y la homofobia están causadas por la falta de problemas reales. Pero ese sería un análisis simplista y tramposo de la cuestión porque, por desgracia, a los españoles no nos faltan problemas auténticos: inflación galopante, problema de vivienda, golpistas en el gobierno, éste queriendo volar las instituciones, la educación cada día peor (en sentido académico, pero también por la ideologización que todo lo impregna), la sanidad -tanto pública como privada- empeorando por momentos (cada una en su estilo), por no hablar del aumento notable de las relaciones de los partidos políticos con los narcotraficantes.

¿Puede el sentimiento de superioridad moral volver a uno tan ciego? La historia a secas, y la historia de la filosofía y de la sociología me responden taxativamente que sí. Quizá es que aquello de la madurez es una suerte de autoengaño, y seguimos siendo todos igual de gilipollas que cuando teníamos veinte años, simplemente disimulamos mejor. Quizá a otros las bofetadas de realidad que da la vida nos quitan el entusiasmo para no ser de izquierdas, sin por ello trabajar para que las cosas sean un poco mejores (porque el quid de la cuestión radica en el hacer, no sólo en protestar en redes o en el bar). Después de casi 800 palabras sigo llena de dudas sobre cuáles son las ulteriores motivaciones que tenemos todos para que, entre unos y otros, siga todo tal cual está. Como diría mi hijo de ocho años, “qué rara y tonta es la vida”.

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