Carretero, mi padre, se entristece profundamente cuando ve que, en un pueblo de Granada que se llama Dúrcal, un señor marroquí de casi 40 años, cuyo nombre no sabe, ha apuñalado minuciosamente a su novia, una asturiana de 21 que se llamaba Leyre.
–Cómo se puede parar esto, ¿tú sabes?
No, no lo sé. Le digo que, en esta ocasión, el pedazo de canalla tuvo la delicada cortesía de llevar a la muchacha, aún viva, hasta la puerta de un centro de salud; la dejó allí, cosida a cuchilladas, y luego optó por una de las dos posibilidades ante las que siempre duda esta gente: o suicidarse (al menos intentarlo) o salir corriendo. Este salió corriendo. Corrió poco porque le pillaron casi enseguida.
Carretero tiene una gran dificultad personal para entender la violencia del hombre hacia la mujer porque se pasó 68 años de su vida con mamá. Los dos tenían un carácter fuerte pero eran como los cisnes: se querían, se ayudaban y se sorprendían el uno al otro con la ilusión de los adolescentes. Eso duró exactamente hasta el último día, cuando mamá levantó el vuelo, un año acaba de hacer. Por eso le cuesta entender que haya gente que se plantee las relaciones de pareja como una cuestión casi neandertal, de propiedad privada, de toma de posesión de otra persona, y que el asunto acabe –tan solo en este año van 25– con el siniestro y mentiroso la maté porque era mía.
–Pero si nadie es de nadie. Cómo se puede ser tan bobo como para creer que eres dueño de otra persona.
Le explico que quizá la explicación, o al menos la vía para entender esto un poco, la dio Max Aub. En su libro Crímenes ejemplares, una antología de microrrelatos publicada en 1957, escribe: “Errata. Donde dice ‘La maté porque era mía’ debe decir ‘La maté porque no era mía”.
–Pero eso es lo de menos, al final la mata igual, ¿no?
No, no es igual. La maté porque era mía es lo que dice el asesino, sacando pecho, haciéndose el macho, esperando que todos comprendan que, ante una insubordinación, una indisciplina o una traición (el canalla siempre prefiere esta última palabra), su orgullo de varón ofendido no tuvo más remedio que reventar. Y lo dice, altanero, convencido de que todos los machos que le escuchan lo comprenderán: quién que sea un hombre no haría lo mismo con su mujer. O con su perro.
Pero la frase corregida, la maté porque no era mía, revela la verdad. Lo que tiene ese malnacido es miedo. Un miedo insoportable a perder lo que considera que es suyo, pero sabe muy bien que no lo es. Un miedo sudoroso a admitir que esa mujer que hay ahí sentada es un ser humano, igual que tú, y que no lleva collar ni se sienta cuando se lo mandas. Un miedo terrible a admitir que esa mujer a lo mejor ha mirado, o ha sonreído, o se ha liado con otro no porque sea un pendón (todas putas menos mi madre, célebre tatuaje), sino porque tú eres un tipo insoportable, aburrido, violento, ignorante, un zote, un destripaterrones que ya no genera en ella la más mínima ilusión, y eso empezó a la semana siguiente de la boda. Un miedo atroz a que la manada de machos que te rodea (quizá los de tu familia, tus amigos, los del bar, esa gente entre la que te sientes acogido porque son como tú) se entere de que tu mujer, tu propiedad, tu posesión, te ha desobedecido y tú no has hecho nada para ponerla en su sitio, calzonazos. Es miedo. Miedo a enfrentarle a la tremenda realidad: no te la mereces. Bobo. En lo único que le ganas es en fuerza. Bobo. Bobo.
Lo dice Eduardo Galeano (mi padre siente veneración por Galeano): “Hay criminales que proclaman, tan campantes: ‘La maté porque era mía’. Así no más, como si fuera cosa de sentido común y justo de toda justicia el derecho de propiedad privada que hace al hombre dueño de la mujer. Pero ninguno, ninguno, ni el más macho de los supermachos tiene la valentía de confesar: ‘La maté por miedo’. Porque, al fin y al cabo, el miedo de la mujer a la violencia del hombre es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo”.
–Es un problema muy complicado. Hay que serenarse mucho para entenderlo. Pero lo que se está haciendo no funciona, creo yo.
Yo creo que sí funciona. O mejor dicho: funcionará, porque lo que se está intentando es algo dificilísimo y de una tremenda lentitud. Hace tiempo que comenzó un cambio en la mentalidad de la sociedad. Eso es más largo y trabajoso que lograr que un portaviones dé media vuelta, pero es posible. Hay que partir de la evidencia de que un maltratador de mujeres, el criminal que dice Galeano, no está nunca solo: necesita de un grupo que le apoye, que le jalee, que le comprenda o al menos que así lo parezca. Es decir, un tejido social que, digan lo que digan el gobierno y las leyes y la televisión, lo sostenga y comparta con él su visión brutal de las relaciones humanas.
Ese tejido está desapareciendo en nuestra sociedad. Poco a poco, pero estoy convencido de que así es. Mucha gente (quizá los supermachos de Galeano) se ríe de quienes hacen minutos de silencio, se concentran en las calles, ponen flores y velas cuando un bestia mata a su pareja. Dicen que eso son cursiladas inútiles. Puede que lo parezcan, pero que miren a su alrededor los que se ríen: poco a poco, ellos cada vez son menos y los de las velas cada vez son más. Cuando el maltratador entre en el bar y todos le den la espalda; cuando el criminal que ha matado a su pareja entre en prisión y tenga que tener mucho cuidado con los demás presos, porque le traten como ya se trata en la cárcel a los pederastas, la violencia machista y los asesinatos de mujeres se reducirán a lo que ya están camino de ser: un cúmulo de excepciones que jamás desaparecerá, porque siempre habrá desquiciados. Pero excepciones.
Será la educación, motor del cambio social, que habrá sustituido a la mentalidad brutal y acojonada del la maté porque no era mía y eso me dejaba castrado ante el espejo.
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