Con el paso de los días, el desliz de Irene Montero al acuñar el término ‘portavozas’ ha dejado de ser una polémica para acabar siendo un error -categoría, por cierto, que hubiera ahorrado muchas críticas a la portavoz de Unidos Podemos si así lo hubiera tenido a bien reconocer-. Ninguna interpretación torticera del sistema lingüístico del español contempla la posibilidad que exploró Montero, tan distinta al ejemplo de ‘modisto’ o ‘jueza’ que algunos arguyen. Ejemplos para los que tampoco el nombre hizo la cosa, sino que afortunadamente ocurrió al revés y fue primero la incorporación de las mujeres a oficios reservados a los hombres y viceversa.
De todas formas, las explicaciones resultarían en cualquier caso sobreras a los representantes de Podemos, cuyo halo de pureza les permite justificar cualquier exabrupto que, en boca de otro, sería motivo no sólo de burla sino que además les brindaría, con toda seguridad, la oportunidad de regalarnos al resto alguna lección moral. No es una presunción maliciosa, es la constatación de una suerte de mecanismo que hace a Podemos infalible y consiste en achacar a un bien superior cada metida de pata. Montero justifica su vocablo alegando que contribuye a luchar por la igualdad entre hombres y mujeres en una perniciosa maniobra que conduce a señalar como enemigo de la loable causa a todo aquel que se opusiera al término. Por eso su partido hizo todo un casus belli del asunto.
Lo más grave de la reacción de Podemos a las críticas recibidas fue la justificación del error en nombre de la noble causa de la igualdad
En realidad, no hay motivos para dudar de las buenas intenciones de la portavoz de UP ni de sus legítimas convicciones. Un asunto muy distinto es creer que los errores cometidos dejan de serlo porque creemos que persiguen una bonita causa. De hecho, en la esfera personal son fruto de las buenas intenciones la inmensa mayoría de los errores que cometemos: si fueran las malas intenciones las que nos moviesen a ello, dejarían de ser errores para ser directamente mezquindades. Ocurre que la bondad que todos nos presuponemos a nosotros mismos nos brinda un confortable margen de flirteo con el error. Al cabo, siempre es más fácil escudarse en lo buenos que somos que aprender de nuestros errores.
En política, los errores deberían servir también para la reflexión a propósito de los motivos que los provocan. Y más allá del gazapo gramatical, lo más grave de la reacción de Podemos al asunto fue la justificación del mismo en nombre de la noble causa de la igualdad. Que varias escritoras españolas, todas ellas mujeres, hayan contestado a la portavoz de UP que sus palabras no hacen más libres al colectivo, debería derrumbar de un plumazo los constructos lógicos del partido, muy asiduo a indicar a los demás cuándo se están comportando de manera sexista y cuándo no. El argumento de autoridad es demoledor, aunque lo cierto es que no es necesario ser mujer ni ser escritora para criticar el desliz de Montero o incluso para descreer del lenguaje inclusivo.
El feminismo no debiera ser patrimonio de un lenguaje plagado de referencias a la necesidad de recordarnos cada cinco minutos que las mujeres afrontamos un camino difícil
Quizás la polémica desatada pueda tener efectos saludables en la discusión pública, como el hecho elemental que ya sería hora de dar por hecho: se puede ser defensor de la igualdad entre hombres y mujeres y apuntar la aberración que supone la palabra ‘portavoza’ o el absurdo al que puede conducir el uso del desdoblamiento de género. Personalmente me resultan bastante molestas las razones argüidas para justificar las medidas cosméticas en pro de la igualdad: visibilizar y proteger suelen figurar entre los verbos más utilizados para blindar el uso del desdoblamiento de género. Lejos de ofrecer una respuesta alentadora a los retos que intuyo en mi futuro, esas palabras muestran un camino a recorrer con más sombras que luces y bastante desmoralizante.
Mi consecuente petición, una vez podemos aceptar que hay mujeres que rechazan el ‘portavozas’, es que el feminismo no sea patrimonio de un lenguaje plagado de referencias a la necesidad de recordarnos cada cinco minutos que las mujeres afrontamos un camino difícil. La distinción constante nos hace vulnerables, como vulnerable es aquel a quien hay que dirigirse con especial cautela, por buenas que sean las intenciones.
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