Las naciones no son entidades naturales, eternas y esenciales, como algunos románticos herederos de las teorías de Herder y de Fichte pretenden. Las naciones son, como describió en un libro magistral Benedict Anderson, comunidades imaginadas y como tales pueden ser construidas y destruidas. La reciente y traumática experiencia de Afganistán demuestra que la nation-building impuesta desde fuera a punta de fusil o de helicóptero artillado es prácticamente imposible. Las guerras que alumbran naciones suelen ser guerras civiles, como la americana de Secesión, que hizo nacer a los actuales Estados Unidos, la democracia más poderosa del planeta.
Una nación es un objeto social, económico, político, cultural e histórico más complejo que el sugestivo proyecto de vida en común orteguiano o que el plebiscito de todos los días de Renan, es el decantado lento o rápido de una esfera moral colectiva y de unos vínculos de solidaridad e identidad comunes encarnados en símbolos en los que un grupo humano se siente representado. La noción de un “nosotros” frente a un “ellos” es tan antigua como nuestra especie y en las extensas sabanas o en los lujuriantes bosques de la prehistoria, los seres humanos primitivos, cazadores-recolectores guiados por el mero instinto de supervivencia y por la irresistible pulsión reproductiva, sabían perfectamente si el individuo que aparecía tras un desmonte o un árbol era enemigo o amigo, si requería acciones defensivas o generaba confianza. Esta capacidad de reconocimiento del integrante de la colectividad propia se aprendía desde la infancia gracias a las indicaciones de los mayores y la experiencia cotidiana. Por consiguiente, la necesidad de formar parte de un espacio de apoyo mutuo y de asociación automática está empotrada en los estratos más profundos de nuestra psique y es sobre esta base primigenia que se ha construido el moderno concepto de nación.
La clave estriba en la creación de una autopercepción como pueblo dotado de instituciones comunes y de lazos civiles que benefician al conjunto y que minimizan los agravios mutuos o las diferencias ofensivas
Los intentos de erigir una nación pueden tener éxito o fracasar y no hay una fórmula general que garantice el resultado. Contextos tan diversos étnica, cultural y socialmente como la India o Brasil han cristalizado en estados con un fuerte sentimiento nacional, lo que prueba que no es condición necesaria para devenir una nación la homogeneidad que caracteriza a Portugal, Suecia o Japón. La clave estriba en la creación de una autopercepción como pueblo dotado de instituciones comunes y de lazos civiles que benefician al conjunto y que minimizan los agravios mutuos o las diferencias ofensivas. Curiosamente, pueden sentirse miembros de una misma comunidad nacional millones de personas pertenecientes a razas, religiones o niveles de renta muy dispares, sin que esta heterogeneidad, fuente muchas veces de reivindicaciones airadas, mermen la convicción de pertenecer a un espacio compartido de derechos, libertades y sentimientos fraternales.
Los separatistas catalanes están empeñados desde hace más de un siglo en articular una nación desgajada de la común matriz española y han dedicado a este propósito divisivo ingentes sumas de dinero -proporcionadas paradójicamente por el Estado del que quieren salir-, incansables esfuerzos por poseer una lengua propia cuyo uso público y privado excluya al español de la enseñanza, la administración y la vida civil, desaprensivas maniobras de reinvención de la historia para fabricar un pasado fantasioso en el que no aparezca el hecho incontestable de que Cataluña es parte indisociable de España y el despliegue de una variopinta panoplia de símbolos, bandera, himno nacional, fiesta patria, baile autóctono, montaña sagrada y club de fútbol mítico. Armados de tan formidable utillaje, los dirigentes secesionistas se ven ya en posición de culminar el sueño tan largamente acariciado, un estado catalán soberano reconocido internacionalmente y liberado por fin de las supuestamente opresivas cadenas de Madrid.
No se puede conformar una identidad nacional sobre el sometimiento contra su voluntad de la mitad de la población que desea seguir siendo española
Dejando a un lado la evidencia de que tal objetivo es constitucional, económica, política e internacionalmente imposible y que sólo consigue aportar frustración, empobrecimiento, desprestigio y violencia, no se dan las condiciones a las que antes aludía para que el plan de los nacionalistas catalanes sea viable. En efecto, no se puede conformar una identidad nacional sobre el sometimiento contra su voluntad de la mitad de la población que desea seguir siendo española, sobre instituciones que el cincuenta por ciento de los ciudadanos no admite como suyas ni sobre una lengua y una cultura que uno como mínimo de cada dos censados en el Principado ven como ajenas. Esta operación requeriría tales dosis de coacción que degeneraría sin duda en una ruptura traumática de la sociedad catalana con probables secuelas de enfrentamiento incontrolable.
La persistencia en un fin tan dañino como irrealizable únicamente prolongará una tensión inútil y mermará gradualmente la riqueza y el nivel de vida de los catalanes debido a la fuga de capitales y de talento que provoca la inseguridad jurídica y la incomodidad de una situación absurda y en ocasiones ridícula. Lo más aconsejable es que los golpistas hoy amnistiados despierten de la ensoñación a la que se refirió el Tribunal Supremo en su benévola sentencia, vuelvan a la realidad, cesen de incordiar con sus obsesiones oníricas y permitan de una vez que los catalanes vuelvan como señaló en su día Ferrater Mora a aquello en lo que siempre han destacado y les hace felices: la continuidad, el seny, la mesura, la ironía y, añado yo, la butifarra con judías.
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