Ayuso ha sido el detonante de una situación que se ha ido larvando durante mucho tiempo en el seno del Partido Popular, que a pesar de su ideario ha copiado pe por pa el famoso centralismo democrático preconizado por el leninismo. Todos los partidos, sin excepción, tienden a que el poder se ejerza y monopolice en dos o tres despachos sitos en Madrid. A cualquier líder, y ya no digamos a su secretario general, les horroriza la vaporización de su potestas auctoritas y cuando alguien va un poco ligero de cascos con la obediencia debida se procede a guillotinarlo limpiamente. Sin más.
Que Ayuso se enfrente a García Egea por el control del partido es lo mismo que si sucediera en Cantabria, Aragón o Extremadura. Que ambos dirigentes estén en Madrid no es óbice, porque sus realidades están tan alejadas que, para el caso, es como si una viviera en Alfa Centauro y el otro en Puerto Hurraco. Es el poder centralizado, omnímodo heredero de reyes franceses y sus válidos, el que ahora se ha roto en mil pedazos. Ayuso quiere su margen de maniobra igual que muchos dirigentes autonómicos, hartos de obedecer a un señorito desde la planta séptima de Génova, que se han ganado la capacidad de obrar según su leal saber y entender. Las adhesiones inquebrantables de estos dos días pasados por parte del aparato del partido, aparte de bochornosas -lo de Andrea Levy produce vergüenza ajena- no deben llamar a engaño a nadie, y menos a quienes dirigen el PP. En provincias están hasta el colodrillo de recibir órdenes que, en no pocas ocasiones, obligan a los locales a meter la pata hasta el corvejón. Es lo que tiene pilotar una flota a millas de distancia y con una carta de navegación confusa y aproximada. No hay más que seguir lo que ha hecho el PP en mi tierra, quemando buenos candidatos uno tras otro, eliminando a los dirigentes locales afines a Alejandro Fernández, brillantísimo político.
Si Ayuso ha demostrado que es el principal activo popular, se la deja que haga y punto. El éxito, desde la lealtad, siempre debe tener recompensa
Si sumamos al natural descontento que experimenta quien se ve obligado a plegarse ante una organización que no admite la más mínima observación, añadan a que no pocos intuyen un futuro halagüeño en los pequeños partidillos de provincias, esas partidas de indignados con el ex por delante -expeperos, exciudadanos, exsocialistas, verbigracia- que ven factible hacerse un hueco al sol practicando un provincianismo cateto, rancio y huero de ideología.
Por lo tanto, Ayuso no es el único problema interno que tiene el PP. Si cunde el ejemplo, pronto veremos a muchos otros que pretenderán hacer rancho aparte. Y tampoco es eso. Las organizaciones, sean del tipo que sean, han de regirse por la meritocracia. Si Ayuso ha demostrado que es el principal activo popular, se la deja que haga y punto. El éxito, desde la lealtad, siempre debe tener recompensa. Pero, cuidado, la mediocridad y la política de campanario no deben alentarse al amparo de una líder de éxito. Además, la estrategia de un partido que aspire a gobernar España no debe ser centrifugadora. Es preciso fijar una línea que todos sigan. Una confederación de derechas sería el mejor regalo que podría hacérsele al social comunismo. De ahí que esté muy bien decir que Ayuso a la Moncloa, y a dirigir el partido, y a lo que ustedes quieran. Pero es más importante decir que Ayuso a mandar. Lo demás, amén de estúpido, es peligroso. El cantonalismo nunca ha sido la solución para España, que precisa unidad, esfuerzo común y mentes despejadas con capacidad de mando y una gran visión.
Lo contrario de Casado y Teo, por poner dos ejemplos.