Opinión

Por qué el PP no debe presumir de gestión económica (y II)

La reestructuración del sector eléctrico español es otro ejemplo paradigmático del fracaso más absoluto del fundamentalismo de mercado

Allá por octubre de 2021 asistimos a la enésima convención del Partido Popular, llena de ocurrencias y disparates. En menos de seis meses, tras el vigésimo Congreso del PP, el otrora líder del PP ha abandonado su escaños en el Parlamento. Mejor dicho, fue empujado al foso de los leones por su propia gente y medios acólitos. ¡Hilarante el comportamiento de sus colegas de partido, amiguísimos del alma! Entiéndalo, fuera de la política hace mucho frío. La razón, el mero hecho de denunciar la corrupción de su partido en la Comunidad de Madrid. Esperemos, en todo caso, que la fiscalía europea hinque bien el diente porque pruebas haberlas, haylas, y ésta, a diferencia de la Justicia española, no es posible afinarla. ¡Cuánto nos queda por releer y comprender a Montesquieu!, ¿verdad que sí, señora Delgado?

En el enésimo sainete popular, el vigésimo Congreso de Sevilla, al que, por cierto, sí asistió un tal M. Rajoy, desconocido en ciertos lares, Casado ha sido sustituido por alguien, Alberto Núñez Feijóo, que al menos en las formas representa otra forma de hacer política. Y las formas sí importan. Otra cosa es el fondo. Y aquí, no hay nada nuevo bajo el sol, siguen erre que erre, loando una de esas gracias que a modo de mantra repiten, cual martillo pilón: su buen hacer en materia económica. De ello ya hablamos a colación de la convención de octubre de 2021. Pero es que sus rivales políticos tampoco han sido capaces de enmendarles la plana en lo que no deja de ser un mero eslogan.

Tal como argüimos, tanto los gobiernos del PP como del PSOE fueron copartícipes de las mismas olas. La más importante, la especulación inmobiliaria y el silencio de los corderos. Aunque, PP y PSOE, han sido también compañeros en otras juergas, como el diseño del rescate bancario, la más que defectuosa restructuración del sector eléctrico, o la contribución de sus economistas a la financiarización y mercantilización de distintos derechos humanos básicos, desde la alimentación hasta el acceso a la vivienda, pasando por la luz y el agua.

Reestructuración del sector eléctrico

Hoy no vamos a hablar ni de la burbuja inmobiliaria, ni de la SAREB -¿para cuándo una investigación independiente de este organismo que ha despilfarrado más de 60.000 millones de euros?-, ni de la devaluación salarial durante el gobierno de un tal M. Rajoy. Vayamos a aquello que nos preocupa hoy a los españoles, la inflación. Como ya saben ustedes, venimos denunciando la situación desde julio de 2021, el incremento se debe, básicamente, a la desregulación de los mercados derivados de materias primas energéticas y agrícolas –que Putin ha aprovechado a la perfección-, y a una reestructuración radical del sector eléctrico patrio allá por 1997.

Resulta sorprendente la amnesia del señor Feijóo sobre el por qué sube y sube el precio de la luz, y la inflación patria. La razón hay que buscarla en una reestructuración ideológica de un sector económico, el eléctrico, al albor de las directivas de la Unión Europea, pero donde, hete aquí, nuestro país, bajo la batuta de Aznar, del PP, fue, digámoslo suavemente, el más talibán del Reino, especialmente en comparación con Francia e Italia, donde el sector público sigue jugando un papel fundamental. No es sorprendente ver que el país del G7 con una menor inflación, la mitad que el resto, es Francia –en marzo de 2022 su tasa interanual se situó en el 4,5%-. En plena burbuja de los mercados de futuros energéticos, el gobierno Macron limitó la venta de EDF a sus clientes a 42 euros el megavatio-hora.

Los precios de la luz han subido cinco veces más que el IPC, erosionando el poder de compra de las familias y la competitividad del tejido industrial español

Pero vayamos al origen del desorden actual. Corría 1997, durante el primer Gobierno de Aznar, cuando se promulgó la Ley 54/1997, de 27 de noviembre, del Sector Eléctrico (como transposición de la Directiva 96/92/CE de 19 de diciembre de 1996), que liberalizaba el mercado eléctrico. La liberalización del sector se apoyaba en la teoría neoclásica de que la división vertical de actividades y su posterior reglamentación específica pueden conseguir introducir la competencia y aumentar la eficiencia conjunta del sector eléctrico, lo que repercutiría en menores precios. La división resultante fue de generación, transporte, distribución y comercialización. Aún resuenan las palabras del que fuera Ministro de Industria en aquella época, Josep Piqué, garantizándonos que la liberalización de dicho sector era el maná que nos daría una bajada de precios. La realidad ha sido muy distinta, los precios de la luz han subido cinco veces más que el IPC, erosionando el poder de compra de las familias y la competitividad del tejido industrial español.

De nuevo, el fundamentalismo de mercado, señor Feijóo. Basados en la teoría económica convencional, se liberalizó el sector eléctrico apoyado en tres objetivos políticos fundamentales: aumentar la competencia; eliminar la participación del gobierno en la producción y el suministro de electricidad; y confiar mucho más en la determinación de los precios y los resultados de las inversiones por parte del mercado. Los precios más bajos para todos los consumidores, las operaciones más eficientes gracias a la reducción de los costes, la eliminación de las subvenciones cruzadas y una inversión mucho más productiva fueron los beneficios proclamados Sin embargo, la realidad ha sido muy distinta. Se ha constatado que los sectores eléctricos reestructurados, incluido el de España, están mostrando resultados contrarios a los beneficios afirmados, como una rápida escalada de los precios de la electricidad en los hogares y empresas. Para colmo, la inversión en nueva capacidad de generación no está siendo estimulada por los precios del mercado mayorista.

La reestructuración del sector eléctrico español es otro ejemplo paradigmático del fracaso más absoluto del fundamentalismo de mercado. No ha conseguido ninguno de sus objetivos proclamados y ha generado amenazas para el crecimiento económico, la estabilidad de los mercados financieros, la degradación del medio ambiente y el bienestar de la sociedad, que tienen el potencial de causar daños generalizados en el tejido económico y social. Enésimo ejemplo de la paradoja de los riesgos inherentes al proceso de acumulación.

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