Corro en auxilio de ustedes, presuroso y abnegado, porque viven (vivimos) en la horrible España de Pedro Sánchez. Quizá no se habían dado cuenta, ¿verdad? Pues muy mal, muy mal. Miren ustedes los periódicos, sobre todo algunos. Comprobarán que nuestro país no padecía semejante calamidad no ya desde Arias Navarro o Franco o Fernando VII y el Trienio liberal (que de liberal no tenía nada, ¡eran todos comunistas!) sino, bien mirado, desde el Paleolítico superior. Jamás hemos sido gobernados por nadie tan insensato, malandrín, zampabodigos, bocabuzón, gafo harto de ajos, bachi-buzuk, lepidóptero, cercopiteco, chafalotodo que lo hace todo mal. Todo, desde que hace pis por la mañana hasta que se lava los dientes por la noche. ¿No lo creen? Pues miren los periódicos, sobre todo algunos.
Se reúne con los empresarios, el muy canalla. Más canalla sería si no se reuniera. Lo que les dice es todo mentira. Pero también sería mentira si les dijese cualquier otra cosa. Recibe en Moncloa, para engañarle (para qué si no), a ese candoroso muchacho, a ese San Luis Gonzaga lleno de generosidad y buenos sentimientos, Casado se apellida, que llega sonriendo y dispuesto a todo: a ceder, a llegar a acuerdos, a colaborar en lo que se le pida, como ha hecho siempre, ¿verdad? Unas horas después salía el pobrecito de allí con la camisa desgarrada y los ojos amoratados, lloroso y con los brazos en cruz como Pío XII, víctima de este barbián, este filibustero, este saco de perversidades, este anacoluto, este Iván el Terrible resucitado.
Pero es peor que Iván el Terrible. Porque aquel hombre cruel tenía gato. Un gato mansurrón al que adoraba y mimaba. Y Sánchez no tiene gato. Tiene perro. Como Hitler, ¿se dan cuenta? Miren los periódicos, miren los periódicos decentes si les queda alguna duda. Por eso vengo hoy en su socorro, a aliviarles de tan terrible sufrimiento, porque sé perfectamente que así no se puede vivir, que este martirio es insoportable, que no se puede sobrellevar el 'sanchosadismo' de este belitre pelarruecas que es como decía el viejo catecismo de Ripalda que era el infierno: la suma de todos los males sin mezcla de bien alguno. Miren los periódicos.
Así que quisiera hacerles una pregunta: ¿Saben ustedes lo que es una vincapervinca?
No, no lo saben. No pongan esa cara que no lo saben. Les adelanto que no es un insulto a Sánchez, aunque lo pudiera parecer. La vincapervinca es una planta con unas pequeñas flores azules que contienen un diminuto y perfecto pentágono amarillo en su centro. Una auténtica preciosidad.
Si a mí me ha ayudado (y me ha ayudado mucho) a soportar la pesadumbre de la pandemia, digo yo que a lo mejor a ustedes les alivia el tostón cotidiano
¿Y por qué viene usted a hablarnos de florecitas ahora que estábamos tan entretenidos enmierdando a Sánchez –ese granuja– como es nuestra sana costumbre, dirán ustedes? Pues precisamente por eso. Ese es el consuelo que les traigo. Quiero compartir aquí un pequeño prodigio, un libro increíble que he leído y releído varias veces durante este último tiempo, como oasis en medio del confinamiento y de la soledad. Si a mí me ha ayudado (y me ha ayudado mucho) a soportar la pesadumbre de la pandemia, digo yo que a lo mejor a ustedes les alivia el tostón cotidiano (miren los periódicos) de los improperios a Sánchez, ese ganapán, ese visigodo, ese hereje.
El libro se llama El jardín del Prado, lo ha publicado Espasa y su autor es un hombre a quien todavía no he visto nunca pero que me atrevo a calificar de extraordinario: Eduardo Barba Gómez, jardinero, botánico, profesor, viajero impenitente y un apasionado del arte como muy pocas personas que yo conozca. A Eduardo Barba, dotado de una sensibilidad muy por encima de lo común, se le ocurrió un día juntar todo lo que le gustaba y decidió identificar todas las plantas y flores que aparecen en los cuadros del Museo del Prado. El Museo del Prado contiene alrededor de 8.000 obras. En la gran mayoría hay plantas, ya sea como protagonistas (muchos bodegones, por ejemplo), o bien como espacio en el que ocurre la acción (Patinir, Poussin, Tiziano, Watteau, cientos más) o como elementos decorativos, simbólicos o de acompañamiento ornamental. Así que convendrán ustedes en que hacer el catálogo completo de las flores del Museo llevaría una enciclopedia del tamaño del Espasa y unas trece o catorce vidas de tamaño medio. Eduardo acaba de pasar de los 40 años y lo que ha hecho en este libro no es un inventario exhaustivo. Lo que ha hecho es disfrutar. Y provocar el disfrute de sus lectores.
Olores y paisajes
La vincapervinca aparece en La Virgen y el Niño de Rubens y Jan Brueghel el Viejo en medio de un cataclismo de flores mucho más grandes, brillantes y llamativas que ella. Está allí, arriba a la derecha, humilde y azul, como procurando no molestar. Eduardo Barba aprovecha cada planta (el libro analiza 43 obras nada más, en 200 páginas y pico) para hacer lo que haría cualquier persona de su talento y su emotividad: contar no solo qué es y cómo es la planta en la que se fija, y dónde nace y cómo se cultiva, sino todo lo que esa planta le trae a la cabeza o al corazón: recuerdos, personas, olores, viajes, paisajes. Es, más que un libro sobre plantas, un libro de memorias, bellísimamente escrito, que lleva al lector de sorpresa en sorpresa y (nunca mejor dicho) de flor en flor.
Descubrirán ustedes que al pie de la cruz de Cristo, en La Crucifixión de Juan de Flandes, aparecen unas diminutas chirivitas, no con "b" sino con "v": unas margaritas que tienen en el extremo de cada pétalo una gota carmesí. Es la sangre del crucificado, que no aparece en las margaritas que hay en el resto del cuadro. Sabrán por qué nunca se verá cerca de la Virgen una belladona, que es símbolo de la falsedad y de la muerte, pero casi siempre la rodean azucenas, que significan pureza. Se enterarán de que Hans Memling pintó, hay que imaginar que casi ayudándose con microscopio, un pequeñísimo alhelí amarillo que aparece en una tapia colocada al fondo de su Adoración de los Magos: yo juraría que nadie más que Eduardo Barba lo ha visto jamás, pero allí está ese símbolo de la fidelidad en la adversidad. Entenderán por qué Carlos III, retratado en su infancia por Jean Ranc, lleva en la mano un jazmín y no otra cosa. O por qué hay tréboles blancos en La fuente de la Gracia y el Cordero místico, de Van Eyck. O qué hacen las malvas, precisamente las malvas, en el cuadro que Velázquez dedicó a San Antonio Abad y a San Pablo. O qué pintan las humildes y modestas violetas en una juega descomunal como La bacanal de los andrios, de Tiziano. Ah, y desde luego averiguarán qué plantas pintó, y por qué, el enigmático Bosco en sus tablas…
Si leen ese libro, se darán cuenta de una cosa: eso que aparece ahí es la vida, eso es lo que nos pasa –o nos puede pasar– a cada uno mientras vamos cruzando por los días y los meses. Y eso es mucho, muchísimo más importante, al menos para mí, para lo que tengo que afrontar cada día, que las repetidas letanías contra el maléfico Sánchez, sus obras y sus pompas, que me encuentro cada día en los periódicos. En algunos. Eso no es la vida que cuenta, la que a mí me importa, la que vivo cada día. Eso es una monserga que, por interesada y venenosa (algunas variedades de higuera son venenosas; hay una higuera en La Anunciación de Fra Angelico), me preocupa cada vez menos. Me atrae mucho más la vincapervinca.
Y ahora, terminado el oasis, sigamos con el tedio de las letanías: Sánchez, terminator afflictorum, ora pro nobis. Fariseus horribilis, ora pro nobis. Mendax empresariorum, ora pro nobis. Satana forunculorum, ora pro nobis. Creator coronavirorum, ora pro nobis…
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