Hace bien Óscar Puente en reclamar mesura a los opinadores, aunque no sea él, precisamente, el más dotado para hacer pedagogía de la prudencia. Exigir que se trate con el máximo decoro a un ministro del Gobierno de España, un bien de Estado, debiera ser natural conducta entre incondicionales y adversarios. El problema se suscita cuando es el bien de Estado quien desprecia las buenas formas.
Hoy son legión los que consideran compatible ejercer de ministro y gamberrear a diario en las redes sociales. Otra anomalía normalizada. Pero si eres ministro, ya no eres tú, sino tú y la dignidad que representas (en nombre de los ciudadanos). Debes, por tanto, y de entrada, respeto al cargo; y solo puedes exigir respeto si te respetas a ti mismo y actúas, en relación a los demás, en justa correspondencia. Lo que en ningún caso puedes hacer es replicar y, en no pocas ocasiones, superar el nivel de zafiedad de aquellos que te atacan.
Se comporta, por otra parte, el vallisoletano con la desenvoltura del novicio aterrizado en el barrizal maloliente en el que hoy se desempeñan las relaciones mediáticas y políticas. Como si la confrontación extrema, la polarización, el guerracivilismo editorial e institucional tuviera un origen remoto y desconocido. Como si quien puso a Puente donde está, no lo hubiera hecho para que hiciera lo que está haciendo: extender la sospecha hasta que sea imposible identificar la causa del mal olor.
La monumental falacia sobre la que descansa el discurso del nacionalismo no habría sido posible sin la renuncia colectiva de las obligaciones que conciernen al periodismo responsable
Hay afortunadamente colegas que empiezan a manifestar cierta preocupación ante tanto despropósito. Jordi Juan, director de La Vanguardia, casi imploraba hace unos días el retorno a “una prensa seria, de calidad y que supere la política de bloques”. Lo hacía en un artículo titulado “La prensa y el ‘procés’”, en el que se refería a las “trincheras de papel” al servicio de intereses políticos, aludiendo a las posiciones de algunos medios durante los momentos más críticos del desafío independentista.
“Muchos periodistas no supieron ejercer el papel de distanciamiento que la situación requería”, apuntaba Juan, equiparando la conducta de la prensa catalana y madrileña, como si las ayudas de la Generalitat controlada por el nacionalismo se hubieran repartido por igual entre una y otra, y soslayando, quizá por simples razones de espacio, que el objetivo de “influir en que pasara aquello que le interesaba al medio en cuestión”, en lugar de “publicar lo que estaba sucediendo”, era una práctica asentada, especialmente en Cataluña, mucho antes del arranque formal del procés.
El día en el que empezó todo
Fue en 2009 cuando los medios “serios” de Cataluña abdicaron de su cometido esencial y eligieron trinchera. En un editorial publicado el 26 de noviembre de aquel año, y que llevaba por título “La dignidad de Catalunya”, doce periódicos, entre ellos los de mayor tirada y arraigo, prestaban al nacionalismo su potencia de fuego con la indisimulada pretensión de coaccionar al Tribunal Constitucional (TC), que en aquellos momentos preparaba la sentencia que corrigió la reforma expansiva de 2006 del Estatut. Al TC se le negaba el papel de árbitro institucional, situándolo como una “cuarta cámara” enfrentada al Parlament, las Cortes Generales y “la voluntad ciudadana expresada libremente en las urnas”.
Una maniobra insólita, inspirada por dirigentes del PSC, ejecutada por relevantes periodistas que en más de un caso hoy militan en el secesionismo, y plasmada en un texto intimidatorio que muy bien podrían haber firmado Oriol Junqueras y Carles Puigdemont (Quizá algún día alguien nos ilustre sobre la enorme responsabilidad de los medios catalanes “de calidad” en este delirio agotador para la mayoría y de notable rentabilidad para una minoría). “La expectación es alta y la inquietud no es escasa” avisaba el editorial. “Hay motivos serios para la preocupación, ya que podría estar madurando una maniobra para transformar la sentencia sobre el Estatut en un verdadero cerrojazo institucional”. Luego, fueron José Montilla y José Luis Rodríguez Zapatero, entre otros, quienes dieron carta de naturaleza al cuestionamiento de la legitimidad de un TC que, presidido por María Emilia Casas, era de una calidad técnica muy superior al actual.
La capacidad de ‘persuasión’ del aparato gubernamental, que ha hecho posible que una parte no desdeñable de los medios den por buena la amnistía, se prepara ahora para digerir el relato ‘conciliador’ del referéndum
No sé si todo empezó ahí, si la monumental falacia sobre la que descansa el discurso del nacionalismo habría sido posible sin esta renuncia colectiva a las obligaciones que conciernen al periodismo responsable, pero sin duda la publicación de ese editorial fue un momento crucial que ha alimentado como ningún otro episodio el relato del independentismo. Ahora, a cuenta de la ley de amnistía, la prensa que permanece en la trinchera, en Cataluña y en Madrid, nos vende una nueva versión del cuento. La diferencia es que esta vez lo hace con la abierta complicidad del Gobierno de la Nación y el más que probable largo mutismo del Constitucional (de ese lamentablemente predecible TC del 7 a 4).
La capacidad de “persuasión” del aparato gubernamental ha hecho que una parte no desdeñable de los medios, en Madrid y en Cataluña, den por bueno el argumento de la amnistía como vía para el reencuentro. Eso después de que el independentismo haya aclarado que no se quiere reencontrar y reiterado hasta el aburrimiento su intención de repetir la intentona. Hasta ahí han llegado las tragaderas. Es muy probable que tras las elecciones del 12 de mayo el relato que se nos quiera vender sea el del referéndum “consultivo”. Esa será la matraca del año en curso. Y se la comprarán los mismos de siempre. Los que andan encantados con Óscar Puente, que saben que el de Valladolid es solo el anzuelo.
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