Opinión

El presidente disolvente

Sánchez ya ha demostrado que prefiere entenderse con Torra y Otegi a hacerlo con Casado. Todo quedó explicitado en la moción de censura

La democracia es una delicada obra de mampostería. Es frágil porque se asienta en lo que encarna, promueve y representa. Por eso, lo que se dibuja en el horizonte de España resulta tan estremecedor. Porque el Gobierno que saldrá elegido en días, encarna, promueve y representa la disolución como principal objetivo; disolver el país que hemos conocido hasta ahora para crear otro sin nación, con un Estado levantado según la medida de sus intereses particulares.

La entente formada por la izquierda y los independentismos nacionalistas ha llegado para abrir trincheras, fosos profundísimos en los que sepultar toda oposición, e ir, viernes tras viernes, disolviendo el sistema nacido del 78. Pedro Sánchez ha disuelto su formación, ha disuelto el sistema de partidos y ahora va a disolver la nación como comunidad de ciudadanos, sustituyéndola por una singular relación de comunidades territoriales de narcisismos particularistas.

El PSOE es la nada, puro artificio, apariencia. No se va a convocar al Comité Federal para ratificar los pactos alcanzados por Sánchez, y ningún miembro de ese Comité ha dicho esta boca es mía

El PSOE dejó de existir cuando Sánchez ganó. Lo que representaban las siglas de su partido era un impedimento constante en su desbocada carrera por satisfacer sus apetencias, así que optó por vaciarlas de contenido. El PSOE es la nada, puro artificio, apariencia. Tan es así que no se va a convocar Comité Federal para ratificar los pactos alcanzados por Sánchez, y ningún miembro de ese Comité -el órgano más importante del PSOE entre congresos- ha dicho esta boca es mía.

Sólo por inexistencia se puede explicar el silencio cómplice que la organización socialista ha mantenido durante estos meses en los que, pasito a pasito, se ha ido consumando la demolición de la democracia que, precisamente, el PSOE contribuyó decisivamente a formar. Algunos deberían plantearse que quizá sea el momento de hacer algo más que un discurso.

La moción de censura

El sistema de partidos quedó abolido de facto con la moción de censura. En España, este sistema había surgido de manera informal, por el mero discurrir del tiempo. Se entendía -o eso creíamos- que el español era un bipartidismo imperfecto. Con la emergencia de nuevos partidos, se reconfiguró hacia un sistema de bloques ideológicos que podía mantener de manera más o menos parecida el sistema tal y como había venido funcionando, con PSOE-Podemos por un lado y PP-Cs, por otro, actuando de manera concertada. La moción reventó las costuras. En aquella operación nefanda, con aliados como Bildu o Esquerra, Sánchez dejó claro que no reconoce límites ni oposición. Ahora sabemos qué significaba esa ruptura de relaciones de Sánchez con Casado; prefiere entenderse con Torra y Otegi, a los que se les contenta cediendo, que con la oposición.

Sin partido que le frene ni oposición que le discuta, sólo le quedaba la Constitución que, además de norma, es la encarnación preeminente de los valores que representa nuestra democracia. Y como esos valores -unidad, soberanía, Estado de Derecho- no casan con los intereses de Sánchez, era cuestión de tiempo que quisiera llevárselos por delante. Y ya lo ha hecho.

La extinción del sistema

El acuerdo firmado con Podemos es lesivo, pero el firmado con el PNV y con ERC es destructivo, canceroso. Aprovechándose de la ambigüedad calculada del texto constitucional, Sánchez está dispuesto a adecuar la estructura del Estado a las identidades de los territorios o lo que es lo mismo: hará del “narcisismo de las pequeñas diferencias” del que hablaba Azurmendi, un valor político superior, superior incluso a la legalidad. Podemos introdujo la tensión entre política y legalidad, considerando que la primera está por encima de la segunda, en contra del espíritu liberal de nuestra constitución. Y Sánchez, cual pérfido Salomón, ha decidido: antes que la ley está la política, que, en el particular idioma del presidente en funciones, es como decir que él está por encima de todo.

La disolución del sistema del 78 parte de una máxima farisaica y terrible: la imposibilidad de ponerse de acuerdo con el diferente. Lo que alumbró la Transición fue precisamente una política en la que el acuerdo era posible. Y ese abrazo que pintó Genovés parecía el retrato de un ideal al que tender, del gran ideal que, en contra de toda nuestra experiencia histórica anterior, era posible alcanzar. Ahora sabemos que ese sistema está en vías de extinción. La transacción ha sustituido a la conversación; la política se ha convertido en un gran debe y haber.

Este macabro mercadeo que Sánchez ha inaugurado se ha llevado por delante toda posibilidad de acuerdo, de consenso, de política. Lo de menos son los impuestos. Abrupta e irresponsablemente, pero lo ha hecho. Hacer feliz a Otegi y a Junqueras suele ser mal síntoma para el futuro. Hoy parecen estar más felices que cuando el uno andaba con la banda del zulo, y el otro, maquinando una sedición. Si tomamos 2020 como el inicio de ese futuro, mal empezamos.

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