Cuando llegué al Parlamento Europeo en 1999 tuve que adaptarme a un nuevo entorno muy distinto en bastantes aspectos al que me era habitual tras once años en la Cámara autonómica catalana, los cuatro últimos simultaneados con un escaño en el Senado. Descubrí con sorpresa que en la magna asamblea comunitaria con sede en Estrasburgo y en Bruselas rige la democracia consensual, muy distinta de la democracia de confrontación que yo había vivido en España. Curtido en los duros debates del hemiciclo del Parque de la Ciudadela, donde un todopoderoso Jordi Pujol -su condición de ladrón inveterado todavía no había aflorado- aplastaba a la oposición de manera inmisericorde, armado de un verbo fluido y de una arrogancia sin límites, yo consideraba que el éxito en un parlamento consiste en derrotar dialécticamente al adversario mediante argumentos contundentes, sarcasmos crueles e ingenio demoledor. Pues bien, todas estas habilidades en el Parlamento Europeo se tienen por muestras de mal gusto y en sus salas de comisión y de plenos la cualidad más apreciada de un miembro de esta institución es la capacidad de articular acuerdos. Las mayores ovaciones se reservan al afortunado o afortunada que consigue en un asunto complejo y polémico, en el que chocan numerosos intereses en pugna, sacar adelante un texto consensuado por abrumadora mayoría transpartidista y transnacional. No es que no se aprecie la elocuencia, la erudición o la ironía brillante, pero a efectos meramente estilísticos, nunca para hacer morder el polvo al discrepante, al que se ve sistemáticamente como un posible aliado futuro dependiendo del asunto tratado y de la coyuntura política.
Ni las primarias ni el ‘dedazo’ garantizan la bondad del nombramiento, más allá del vago principio de que estadísticamente la competencia genera calidad
Otro motivo de desconcierto me lo provocó en las primeras elecciones europeas que viví como eurodiputado en 2004, la actitud de mis colegas alemanes, británicos o nórdicos que, un año o más antes de la fecha fijada para la apertura de las urnas, se quejaban frecuentemente los lunes de lo fatigoso que había sido su fin de semana anterior debido a las elecciones, de los largos recorridos que habían hecho en su circunscripción, de los diversos actos en los que habían participado y de las entrevistas que habían dado en radio o televisión. Los españoles, a los que nos faltaban once meses por lo menos para recibir la llamada telefónica del presidente de nuestra formación o del secretario general, según los casos, que nos informara sucintamente y sin lugar a discusión de si habíamos sido agraciados o no con la benevolencia del líder para repetir y cuál era el número de la lista que nos había correspondido, estos afanes y trabajos tan prematuros nos dejaban perplejos. Así aprendí que existían países en los que los aspirantes a candidato debían convencer previamente de su idoneidad a los militantes de su distrito en competición con otros que sustentaban igual pretensión y ganar este privilegio en una votación organizada al efecto. Asimismo, nuestro estupor no disminuía al saber que, dentro de unos límites razonables, los correspondientes aparatos partidarios se mantenían neutrales y se guardaban mucho de manifestar públicamente preferencias por este o aquel contendiente.
La modalidad de primarias para elegir tanto a los cargos orgánicos como a los integrantes de las candidaturas es común en determinadas culturas políticas, y de manera gradual y fluctuante ha aparecido también en nuestro país. Sin embargo, las cúpulas de las distintas fuerzas se resisten a respetar su limpieza y, o bien prescinden de ellas cuando les conviene, o interfieren descaradamente en su desarrollo y desenlace. En estos días previos a los comicios generales del 28 de Abril estamos asistiendo a variados y poco edificantes espectáculos en este ámbito.
Los partidos se resisten a respetar la limpieza de las primarias, y o bien prescinden de ellas cuando les conviene o interfieren en su desarrollo y desenlace
Las primarias tienen sus defensores y sus detractores. Hay ocasiones en que un dirigente surgido de este método es un desastre y otras en que resulta un acierto, y lo mismo sucede con la selección por el dedo del jefe, que a veces descubre un talento oculto o reconoce probados méritos y otras pone su favor en la lealtad perruna o en la adulación rastrera, sin que la competencia o las virtudes del bendecido jueguen el menor papel. Por tanto, ninguna de las dos fórmulas garantiza la bondad del nombramiento, más allá del vago principio general de que estadísticamente la competencia genera calidad.
La razón por la cual las primarias son a mi juicio la mejor opción radica en su carácter democrático, no en vano es ésta una exigencia en el artículo 6 de nuestra Constitución. Puestos a acertar o equivocarse, parece más apropiado que lo haga el conjunto de los afiliados que un autócrata en su despacho, si es que creemos en la participación de los representados a la hora de escoger quién los represente. Obviamente, hay sistemas electorales que dotan a las primarias de mayor legitimidad y los mayoritarios en circunscripciones de tamaño manejable garantizan un contacto estrecho y continuo de los elegidos con sus votantes y simpatizantes, mientras que los proporcionales de grandes distritos con listas cerradas y bloqueadas dificultan un correcto funcionamiento de la democracia interna al alejar al diputado de su electorado, que frecuentemente desconoce hasta su nombre.
Ente las varias reformas profundas que requiere nuestra arquitectura institucional figuran sin duda la ley electoral y la implantación rigurosa de la democracia interna en los partidos, medidas que van de la mano al ser marcadamente interdependientes. Si dispusiésemos de estas estructuras, la absurda polémica a la que estamos asistiendo sobre un partido pidiendo a un rival que renuncie a presentarse en provincias con pocos escaños sin ofrecerle compensación alguna no tendría objeto y disfrutaríamos de una democracia más sólida y operativa.
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