No es casualidad que el artículo 25 de la Constitución -redactada “en caliente”, como dicen ahora- aluda a la necesidad de orientar las penas hacia la “reeducación y la reinserción”. Una de las mayores estafas de la izquierda es haber propagado la idea de que la sociedad es culpable de la comisión de delitos. El delincuente, incluido el ladrón, el asesino y el violador, incluso el terrorista, son abocados a tal conducta porque el Estado no procuró, desde la cuna, darle una educación, luego un empleo, más tarde una casa, y después todo tipo de servicios “gratis”.
El hombre, dicen, es bueno por naturaleza, pero la equivocada organización social provoca falta de bienestar, lo que le aboca a un mal comportamiento. Es entonces cuando aparece la izquierda, que posee la verdad y la fórmula de gobierno exacta y definitiva para corregir las desviaciones: más ingeniería social siguiendo su moral superior. Atención, porque de este pensamiento procede la política de reinserción de presos y su negativa a la prisión permanente revisable. Vamos a ello.
El atribuir la culpa del delito a la organización social viene, cómo no, de los padres del jacobinismo. Saint-Just, prácticamente un adolescente, sentenciaba en la Convención que los niños debían estar con sus madres solo los primeros años. Luego, continuaba, tenían que ser “hijos del Estado”. La moral oficial generaba la virtud, y ésta alejaba al hombre de las malas costumbres, incluidos, claro está, de los delitos. Se trataba de adoctrinar y reeducar, y las prácticas desviadas, o las ideas equivocadas, se combatían con el terror: la letra con sangre entra, y el ejemplo en cuello ajeno alecciona mucho.
La ‘superioridad moral’ de la izquierda ha derivado en que, si alguien comete un crimen, el objetivo de la pena debe ser la reinserción, no el castigo, no la justicia
La justicia no era un principio de la triada revolucionaria, hasta que la izquierda lo convirtió en un concepto subsidiario de la igualdad añadiéndole el adjetivo “social”. Las capas populares, “eternamente sojuzgadas y explotadas”, habían encontrado en los socialistas a sus nuevos salvadores, trasuntos del “verdadero cristianismo”. Los delitos, desde robar hasta quemar máquinas (el ludismo), o colgar a un administrador, eran “pecados” que se redimían atribuyendo la culpa al orden burgués. Si hubiera “justicia social”, alegaban, no habría delitos. No hablo del tradicional “derecho de insurrección”, sino de la justificación de la violencia por una supuesta mala organización social.
La izquierda se atribuyó así una superioridad moral y elaboró un plan de ingeniería sociopolítica para ordenar la sociedad, donde todo el mundo sería tan feliz y tendría tanto bienestar que no habría delitos. Si alguien, por un casual, cometía un crimen, el objetivo de la pena debía ser la reinserción, no el castigo, no la justicia, porque era la sociedad la que no había estado vigilante desde su nacimiento para que se desviara.
Esa idea de superioridad moral del izquierdismo fue clave para la complicidad y el silencio con los crímenes del comunismo de muchos intelectuales del siglo XX. Eran los “nuevos clérigos”, que daban moralina, condenaban y bendecían, y que influyeron notablemente en la vida política occidental. Willi Münzenberg, el agente soviético más decisivo de nuestra época, reclutó, adoctrinó y convenció a esa gente que hizo creer a las siguientes generaciones que la izquierda poseía la superioridad moral, y que, por tanto, la justicia como principio moral respondía a su doctrina.
De esto vive aún el progresismo, que creyó que el Estado del Bienestar era el fin de la Historia, el estadio definitivo del recorrido del hombre sobre el planeta, la solución a todos los problemas. De ahí la demonización a todos sus críticos. Ese carácter taumatúrgico del Estado paternalista, dador de vida y moral, omnipresente y todopoderoso, encarrilaría a sus malos hijos con más educación y protección. Por eso, algo fallaba para que una persona violara a otra, robara, pegara o asesinara, y no podía ser otra cosa que la misma sociedad. La reeducación y la reintegración eran las soluciones porque encajaban perfectamente con su sueño de ingeniería roussoniana.
La sociedad se puede hacer cargo de los delitos menores, pero no de las psicopatías, ya se trate de maltratadores, violadores en serie, terroristas o asesinos
Eso pasó en la Transición, cuando tanto se cedió al progresismo y al nacionalismo, hoy socios en la derogación de la prisión permanente revisable, y de ahí ese artículo 25 que olvida lo fundamental: la justicia como principio moral que da a cada uno lo que le corresponde o pertenece. Se obvia que el principio de reinserción no puede estar por encima del principio de protección social, ni ser el eje moral de un Código Penal, porque no todos los delitos son iguales. La sociedad se puede hacer cargo de los delitos menores cuando existan psicológicamente posibilidades, pero no de las psicopatías. Es entonces cuando la comunidad debe protegerse, ya sea de maltratadores, violadores en serie, terroristas o asesinos.
La responsabilidad nunca es colectiva, sino individual porque la libertad de elección y conciencia, la ética, que no la moral, guían a la persona. La solidaridad y el altruismo, que diría Augusto Comte, nos pueden encaminar hacia la mejora de las condiciones humanitarias y educativas de los individuos, pero no a costa del principio de justicia, sin el cual una comunidad política deja de creer en la bondad de sus leyes y en la conveniencia de sus instituciones. Esto es más evidente cuando las víctimas de los delitos, como estamos viendo hoy en España, obtienen menos atención y reparación espiritual y psicológica del Estado, ante las consecuencias de un atentado que arrastraran durante el resto de sus vidas.
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