Un día, allá cuando había crisis de régimen, una más, y la Monarquía se quitaba para que cupiera la República, el gran Josep Pla se encontró con Joan Estelrich, diputado catalanista que defendía la “nación de naciones”. El político llegaba atolondrado al Madrid del Himno de Riego. No era para menos. La campaña electoral en el Ampurdán le había obsequiado con un “apedreamiento democrático”; esto es, unos jóvenes nacionalistas le habían tirado piedras en un mitin.
Estelrich relató a Pla el mal momento, al que el escritor respondió: “gajes del oficio”. Sorprendido, pero consciente de que la nueva política consistía en envolver con palabras relucientes las prácticas anteriores, preguntó “Entonces, ¿qué debemos hacer?”. Pla, con la vejez que dan a un joven las lecturas adecuadas y la observación inteligente, contestó: “Vender la casa e irse de alquiler”.
La sesión del Parlamento de Cataluña que ha sentado en su presidencia a un político profesional, a un enragé aburguesado de 1793, a uno de esos jóvenes que habría tirado piedras a Estelrich en 1931 en nombre de la democracia, ha mostrado que el procés, lejos de terminar, está en su siguiente fase. Los golpistas han iniciado el nuevo periodo envolviendo con palabras grandilocuentes las viejas prácticas, envalentonados por la torpeza de unos, y el partidismo y el cálculo electoral de otros.
La torpeza del gobierno del PP ha sido triste, como el suspiro final de un proyecto político que no sabría resucitar ni el científico de Mary Shelley. La fuerza de un partido de gobierno se mide por su capacidad para generar una ilusión calculada, tranquila, que consiga la atracción de las nuevas élites profesionales, la adhesión de la población activa, y que cree redes de interés, no clientelares, en los ámbitos vanguardistas de la sociedad. Ha de ser capaz, como escribió Pareto, de establecer una circulación de dirigentes no forzada por los fracasos, sino por la costumbre y la valía de los nuevos. Esto da vida a un partido.
Sin embargo, el PP se ha dejado morir. Languidece. No infunde temor ni amor, sino que se ha convertido en objeto de befa política incluso para Ciudadanos, su socio de gobierno. La respuesta del gobierno al golpe de Estado en Cataluña mostró su debilidad: en la búsqueda del consenso con el PSOE y Ciudadanos cedió a su pretensión partidista de hacer un 155 corto y ligero, solo para convocar elecciones. La cuestión catalana ha mostrado que el PP está en la UVI a la espera de una transfusión que quizá venga de Galicia.
Ciudadanos, embriagado de marketing electoral, cae en cálculos de la vieja política, aquella que mercadeaba con puestos y números, que muñía acuerdos en función de los intereses del partido"
Ciudadanos se está convirtiendo en el Rafael El Gallo de la política, aquel torero que combinaba genialidades con gloriosas espantadas. Claro que, preguntado por sus “espantás”, el matador respondía con un derroche de realismo: “Las espantadas es no poder con un toro”. Ahora, el partido de Rivera y Arrimadas prefiere excusar su negativa a una investidura diciendo que no le salen las cuentas, que una derrota parlamentaria deterioraría la imagen de doña Inés. Es una pena que no dijeran eso en la campaña electoral, cuando suplicaron a la gente que saliera de su armario político y les votara para detener el golpe de Estado supremacista y mostrar al mundo que Cataluña no es solo tractores y Puigdemont. No han comprendido el valor político y emocional que habría tenido la imagen y el discurso de Arrimadas en su candidatura a presidir el Govern.
Hoy, Ciudadanos, embriagado de marketing electoral, cae en cálculos de la vieja política, aquella que mercadeaba con puestos y números, que muñía acuerdos en función de los intereses del partido. Es demasiado pronto, creo, para que el patriotismo de partido haga sombra al prometido regeneracionismo, al espíritu del Ortega de 1914 que clamaba por una renovación completa, a la soledad sonora de la mayoría silenciada.
Los de Rivera y los de Sánchez forzaron al gobierno de Rajoy, débil y dependiente, consciente de sus flaquezas, a que adelantara las elecciones en Cataluña. Ni siquiera en enero de 2018, como se le escapó a Margarita Robles, sino un mes antes. Las encuestas electorales, esas que les invitan ahora a descorchar vinos achampanados, aconsejaban precipitar los comicios para conseguir el voto útil, absorber al PP y fortalecer su posición dentro de sus propios partidos.
Ahora, tras los comicios y la elección de la presidencia del Parlamento, el mundo entero cree que quienes han ganado el 21-D son los independentistas, los mismos que dieron el golpe de septiembre y difundieron imágenes del 1-O. La nueva Mesa, dirigida por el republicano Roger Torrent, ya está preparando la elección de Puigdemont sin detenerse en reglamentos ni normas, y menos en las indicaciones de los letrados. El discurso del presidente del Parlamento no ha dejado lugar a dudas: más procés.
Empiezo a creer al escritor Eugenio d’Ors, nacido en Tabarnia, cuando decía a Pla que el filósofo debe hacer profecías. “¿Cuáles?”, preguntó el otro. “Si la República es orteguiana, si la República es catalana –contestó el barcelonés-, se hundirá fatalmente”. Eso sí, con la ayuda inestimable “de los camelos Madrid”. Un calco.
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