No sé si el juicio que arrancará el martes 12 será el juicio del siglo, pero sí al menos de la década. No se recordaba una expectación semejante desde el juicio del 11-M, hace ya más de diez años. En aquel entonces el asunto estaba más fresco que ahora, aunque habían pasado tres años desde los atentados. Esta vez hemos tenido que esperar mucho menos. Los hechos presuntamente delictivos se cometieron en septiembre-octubre de 2017 y en febrero de 2019 ya se están juzgando. Han pasado exactamente 16 meses desde aquellas jornadas tan tristes en torno al referéndum del 1 de octubre.
El del 11-M empezó también en febrero, la vista se alargó hasta julio y no se dictó sentencia hasta el último día de octubre. Luego es de esperar que no conozcamos el destino de los doce acusados hasta pasado el verano. No influirá por tanto en la tripleta electoral del próximo mes de mayo. Lo que sí pesará será el juicio en sí. Para cuando entremos en campaña electoral es previsible que hayan concluido las vistas, pero moldearán la campaña, especialmente en los municipios catalanes.
Lo primero que habría que preguntarse es de qué se les acusa. Básicamente de tres delitos: rebelión, sedición y malversación. Para Oriol Junqueras la Fiscalía pide 25 años, para Forcadell, Sánchez y Cuixart 17 años, y para los exconsejeros Turull, Forn, Rull, Romeva y Bassa 16 años. Por último, para los también exconsejeros Mundó, Borrás y Vila siete años. A estos tres sólo se les acusa de malversación y desobediencia grave.
Estas son las condenas que pide la Fiscalía. La Abogacía del Estado solicita condenas más leves y Vox, que se personó como acusación particular, ha pedido condenas mucho más severas: para Junqueras y sus consejeros solicitan la friolera de 74 años de cárcel. Esta es, digamos, la parte judicial del asunto. A partir de aquí empieza la política. Porque a este proceso le va a salir la politización por las orejas.
No es una opinión, es un hecho a la luz de las innumerables presiones que ha sufrido el tribunal mientras instruía el caso y de los excesos verbales y callejeros en los que, con más pena que gloria, han incurrido los independentistas con Quim Torra y sus CDR a la cabeza.
La capacidad de convocatoria del independentismo se ha reducido de forma considerable. Lo vimos durante la pasada Diada. Torra ya sólo galvaniza a los más convencidos
Han ido a lo largo del último año variando de táctica. Confiaron en un principio en que Cataluña entera se levantase poco menos que en armas para denunciar las detenciones. Pero el levantamiento no se produjo. No se materializó el Maidan anunciado. La capacidad de convocatoria del independentismo se ha reducido de forma considerable. Lo vimos durante la pasada Diada. Torra sólo galvaniza a los más convencidos, que son una minoría muy activa pero demasiado radical para el catalán medio.
Sus apelaciones continuas al "poble" se han traducido en algún corte de carreteras y pequeñas manifestaciones sólo para los entregados a la causa. Lejos, lejísimos, quedan los tiempos dorados del procés, cuando los independentistas, capitaneados entonces por Artur Mas, llenaban las calles de Barcelona varias veces al año.
Tampoco han encontrado eco internacional. En Europa este asunto está prácticamente olvidado. Si preguntamos por Cataluña a Google Trends en Alemania, Francia o Italia constatamos que el pico de interés se alcanzó en octubre de 2017, con un leve repunte hace un año con motivo de la detención de Puigdemont en Schleswig-Holstein. Desde entonces la cuestión catalana simplemente ha dejado de interesar más allá de nuestras fronteras.
El cambio de Gobierno en Madrid en junio del año pasado fue otra oportunidad de reconducir la aventura. Pero la postura maximalista de Torra, un teleñeco manejado desde el extrarradio de Bruselas, impidió que los independentistas abandonasen la vía contenciosa. Todo a pesar de que tienen a Pedro Sánchez en la Moncloa, un gobernante débil y sin principios que se lo ponía en bandeja. Pero pedían impunidad absoluta a cambio. Eso en un Estado de Derecho es imposible, al menos si pretende seguir siéndolo.
Sólo les quedaba la épica, la quijotada en la que se han embarcado y que romperá estos meses como rompen las olas contra un dique. La táctica a seguir ya la han esbozado estas dos últimas semanas. Emplearán el juicio para atacar al Estado poniendo en tela de juicio la validez y legitimidad del proceso. El escenario es inmejorable. Sobre las tablas desfilarán centenares de testigos en horario de máxima audiencia. Justo lo que necesitan en un momento en el que el independentismo se halla muy fracturado. En cierto modo el juicio lo ven como una suerte de cola aglomerante que restañará las heridas y reconstituirá el frente común de hace año y medio.
Mientras dure el juicio, el Gobierno debería descontar una formidable campaña de desprestigio en Europa con el apoyo entusiasta de la extrema izquierda
Resumiendo, que van a ir al ataque, tal y como vimos la semana pasada durante un acto de ERC al que Junqueras asistió en forma de holograma, cargando contra el Estado y reafirmándose en el mensaje de antes del referéndum. Lo cual tiene lógica porque la imagen holográfica se había grabado antes de su encarcelamiento en noviembre de 2017. Con las defensas estructuradas en modo ofensivo todo hace pensar que salga lo que salga de ahí terminará en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, donde esperan el desquite final.
Es por ello que el Tribunal Supremo se la juega. Debe extremar las garantías para que la sentencia no sufra un revolcón en Estrasburgo, lo que supondría una humillación intolerable para el sistema judicial español y cargaría de razones al independentismo puigdemontiano. En lo que eso llega es previsible que todos se enroquen en torno al mantra de que esta es una farsa judicial, como llevan quince meses con el de los “presos políticos”.
De la calle no pueden esperar gran cosa. La calle les abandonó hace tiempo. Les queda la propaganda televisiva dirigida a los afines y la compra de voluntades en la prensa extranjera. La primera es imposible de contrarrestar mientras la Generalidad esté en sus manos. Lo segundo lo tienen más difícil porque, a diferencia de 2017, al nacionalismo catalán ya muchos fuera de España le han tomado las medidas y saben de qué va y quién lo mueve. Que Puigdemont esté huido de la Justicia tampoco ayuda.
Aun así, el Gobierno debería descontar una formidable campaña de desprestigio en Europa con el apoyo entusiasta de la extrema izquierda. También deberían descontar que la campaña no será contra Rajoy, será contra ellos.
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