Opinión

El progresismo, desenmascarado

Le preguntan en un periódico a un admirable personaje del teatro español,

Le preguntan en un periódico a un admirable personaje del teatro español, "¿Hay que amnistiar a Puigdemont o hay que preguntar a los españoles?". Y responde el interpelado, "no quiero emitir juicios sobre esto. Hay personas expertas que dicen que estamos en un sistema parlamentario y que la amnistía de Puigdemont hay que someterla al parlamento. Si es así, pues sométase".

He aquí el argumento central del progresismo patrio sobre el tema de moda; es decir, que el Parlamento todo lo puede. También le podrían haber preguntado si el Parlamento puede votar contra el teorema de Pitágoras o la ley de la gravedad. Y si unos parlamentarios que venían manteniendo en público una posición abiertamente contraria a la amnistía a la hora de pedir el voto, deben legítimamente votar después a favor de ella.

No hace mucho, los progresistas españoles se referían a la democracia -liberal, la única verdadera- como burguesa; descalificación que fueron desusando tras la caída del Muro de Berlín y las democracias populares que encerraban. Ahora no plantean batallas filosóficas al respecto, sino que carentes de integridad moral -pensar, decir y hacer lo mismo- se dedican a someter la democracia a su antojo, sin que medie alternativa paradigmática alguna al respecto. La Venezuela de nuestros días, como bien asumen los ministros menos acomplejados -por la democracia burguesa– que forman parte del gobierno, es el ejemplo a imitar.

Ya en 1934 el socialismo dio un revolucionario golpe de estado, felizmente fracasado, con la excusa de no aceptar que el partido ampliamente ganador de las elecciones formara gobierno

Salvo en la etapa de Felipe González -con el pecado de la politización de la justicia- el socialismo español nunca ha sido amigo de la democracia liberal, que basada en el Estado de Derecho que incluye la separación de poderes, es la única que merece tal nombre. Su alternativa paradigmática, aún no proclamada -por cobardía política- por su nombre, no es otra que la totalitaria; y sus consecuencias, desastres políticos y sociales sin fin. Ya en 1934 el socialismo dio un revolucionario golpe de estado, felizmente fracasado, con la excusa de no aceptar que el partido ampliamente ganador de las elecciones formara gobierno.

Es muy emocionante constatar, que Aristóteles -como se ha repetido en esta columna- descubrió y denunció la democracia totalitaria; aquella en la que “todo viene determinado por el voto de la mayoría y no por la ley. Cuando el gobierno está fuera de las leyes no existe estado libre, ya que la ley debe ser suprema con respecto a todas las cosas”. Es una pena que buenos conocedores del teatro griego de aquellos tiempos, no hayan tenido curiosidad por la sabiduría aristotélica, para consumir aquí y ahora eslóganes monclovitas ajenos a nuestra civilización occidental.

Muchos siglos después, con la Revolución Francesa, una bestialidad posterior a la muy civilizada y verdadera revolución democrática, la Americana de EEUU, Rousseau inventó la “volonté générale” democrática, que todo lo podía pues negaba incluso todas las leyes que no hubieran legislado los vivos. Las consecuencias de esta sublimación totalitaria fueron nefastas. Poco tiempo después, Francia encontraba su camino político imitando la democracia liberal presidencialista norteamericana.

El Estado de Derecho, que incluye el cumplimiento de las leyes, la separación de poderes y su limitación, el respeto a las minorías, y muchos otros aspectos de una vida política civilizada no forma parte del vocabulario de la doctrina monclovita, que, al servicio de la ocupación del poder, “sudamericaniza” la democracia bajo el dogma -el mismo que exhibieron en la Segunda República- de negar legitimidad democrática…..¡a la mayoría de la población! Entonces y ahora.

Con la amnistía está sucediendo como con el cambio climático antropogénico. En ambos casos, son innumerables las personalidades -juristas y científicos- que en su propio nombre y con legítimo conocimiento de causa los cuestionan. En frente apenas se encuentran personalidades verdaderamente relevantes que defiendan con nombre propio y argumentos ad hoc, tales supuestos, así que los razonamientos seriamente intelectuales se sustituyen por “votaciones democráticas” y ridículos “consensos científicos”. Luego se crean y envasan eslóganes políticos que la “cultura progresista” se ocupa de propagar, sin preocuparse lo más mínimo por su verdadero rigor democrático ni científico; al fin y al cabo siempre simpatizaron con las democracias populares y los estados fallidos.

Olvidar y despenalizar la comisión de delitos a quienes anuncian que no cejarán en volver a cometerlos es simplemente una barbaridad supuestamente democrática

Más allá de las coincidentes argumentaciones de la inmensa mayoría de las eminencias jurídicas sobre la inconstitucionalidad de la amnistía, incluso si no existiera constitución escrita, estaría en contra del orden moral civilizado. Olvidar y despenalizar la comisión de delitos a quienes anuncian que no cejarán en volver a cometerlos, es simplemente una barbaridad supuestamente democrática. La verdadera democracia se sitúa justamente en las antípodas de la amnistía en juego.

A partir de su aritmética e ilegítima aprobación parlamentaria, España quedará dividida entre los amnistiadores y los demócratas. El progresismo patrio habrá sido desenmascarado para siempre -como en 1934- y los verdaderos demócratas tendrán por delante la muy patriótica tarea de volver democráticamente a gobernar para reforzar de inmediato y para siempre los cimientos constitucionales que hagan imposible nuevos desafueros.

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