“La esencia de la desinformación es la provocación, no la mentira”.
Esa es la principal lección que extrajo J.J. Angleton -director adjunto de contrainteligencia de la CIA durante la mayor parte de la guerra fría- de los años dedicados a dos de sus tareas principales: cuidar su jardín de orquídeas y destapar espías soviéticos. Lo explican Ivan Krastev y Stephen Holmes en La luz que se apaga (Debate, 2019). Señalan que, entre las distintas especies de orquídeas, las supervivientes no son las aparentemente más aptas sino las que mejor engañan. Parece ser que las orquídeas no pueden contar con que el viento disemine su polen y dependen por completo de aves e insectos, pero, como no tienen ningún nutriente que ofrecerles, deben engañarlos para que realicen, sin saberlo, el transporte de sus semillas.
Se han escrito decenas de libros sobre las diferentes variedades de gobierno que, para conservar el poder, adoptan el engaño como herramienta básica. Me refiero en este punto a gobiernos y no a ideologías, porque mientras que estas necesitan un corpus teórico más o menos coherente para ser reconocidas en el tiempo, los gobiernos sostenidos por la mentira solo dependen de la capacidad de su líder para conducir a los fieles a través de cuantas mutaciones sean precisas para retener el mando. Como las orquídeas de Angleton, los supervivientes no necesitan ser los más aptos sino los que mejor engañan. Tanto es así que algún sesudo académico ha llegado a preguntar seriamente si la habilidad para sortear la verdad, esa especie de opiniones fuertes hiperlaxas, no será la virtud más necesaria hoy en día para un líder.
La calidad de una democracia se puede medir en función de la cantidad y tipo de falsedades públicas que circulan por ella “sin provocar la reacción del cuerpo social”
Uno de esos libros es el breve y magnífico ensayo de Alexandre Koyré La función política de la mentira moderna, escrito en 1943 y olvidado durante 50 años. En el prólogo a la edición española, publicada por Pasos Perdidos en 2015, Fernando Sánchez Pintado indica que la calidad de una democracia se puede medir en función de la cantidad y tipo de falsedades públicas que circulan por ella “sin provocar la reacción del cuerpo social”. La cita contiene una idea fundamental: no es lo mismo, ni tiene las mismas consecuencias, estafar al ingenuo que lograr la resignación del que sabe que le mienten. Conseguir lo primero proporciona una victoria efímera -dura lo que tarda en descubrirse el engaño- y tiene que luchar contra contrapesos como la separación de poderes, las agencias independientes y la libertad de prensa. Lo segundo, por el contrario, proporciona largos años de poder incontestado -hegemonía lo llaman los cursis- ya que ha anulado a sus adversarios y convertido a sus víctimas en cooperadores.
Las últimas décadas han producido abundantes ejemplos de este arte del engaño incapacitante, desde el procés de Cataluña hasta la figura de Putin. En Posverdad Matthew d’Ancona recoge un retrato muy preciso de sus efectos: “las mentiras se repiten tan a menudo en Ostankino [canal de televisión controlado por el estado ruso] que al cabo de un rato uno se sorprende a sí mismo asintiendo con la cabeza, porque resulta muy difícil creer que estén mintiendo tanto y de una forma tan descarada, y (...) en algún nivel uno llega a la conclusión de que si es capaz de mentir tanto y quedar impune ¿no significa que tiene un poder real (...)?” O, como también señala Tom Baldwin en Ctrl Alt Delete, no es tanto el control de la información sino la capacidad de inundar al ciudadano con tal cantidad de informaciones contradictorias que termine por encogerse de hombros y rendirse.
La técnica del engaño
Del mismo modo que cuando hay una inundación lo primero que escasea es el agua, la forma más eficaz de anular la gravedad de un acto es esconderlo en un torrente de anuncios sin trascendencia real que sean escandalosos y provocadores. El rey de la desinformación es el cínico que no tiene nada que perder cuando se evidencian sus mentiras porque previamente ha desactivado a los jueces capaces de destronarle: los votantes. En La luz que se apaga, Krastev y Holmes señalan el temor de europeos y estadounidenses a que “lo que sucede en la Rusia actual acabe tomando forma en los países europeos mañana (...) a que nos estemos haciendo cada vez más parecidos -igual de cínicos y faltos de principios- de lo que nunca hubiéramos creído posible”.
La técnica del engaño es bastante exitosa, perdura mientras la economía resiste -aunque en los países más desdichados se cronifica más allá de toda miseria- y su precio puede ser muy bajo: renunciar a cualquier escrúpulo.
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